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A finales de octubre del año
913 don García contemplaba la vasta vega del río Tirón desde la
torre del homenaje del castillo de Cerezo. La verde alameda que
bordeaba las márgenes del río como un escuadrón de esbeltos
gigantes se perdía en lontananza, donde la vista ya no alcanzaba a
distinguirlos. A intervalos su color se tornaba en ocre. La mirada
del monarca se perdía en la lejana montaña por donde desaparecía
la alameda y con ella el río. ¿Pensaba tal vez en su esposa? No era
probable. Don García, salvo en los primeros momentos, jamás había
sentido amor por doña Muniadona. Tal vez sintiera un cierto aprecio,
pero nada más. Su esposa no solía ocupar sus pensamientos. Tampoco
los ocupaba su suegro, en el que había descubierto últimamente
demasiado interés por recuperar el título de conde de Castilla y
una enconada envidia hacia el actual titular del mismo, el conde don
Gonzalo Fernández. Comenzaba a sospechar que su suegro tramaba algo.
Sus pensamientos en absoluto se detenían en la figura de su hermano
Ordoño. Le agradecía que hubiera participado en su liberación de
la prisión, pero poco más tenía que reconocerle. Había sido el
hijo favorito de su padre y siempre se había llevado lo mejor. Si
por su padre hubiera sido, Ordoño habría heredado el reino entero.
Pero las presiones recibidas y la vergüenza que hubiera sentido de
haberlo hecho, le hicieron desistir al final de sus días y aceptar
la división tal como se había llevado a cabo.
Don García sabía que había
recibido la mejor parte del reino, la parte troncal del mismo, pero
no estaba satisfecho. Como primogénito, tenía derecho a haberlo
heredado todo y así debería haber sido. Ahora era demasiado tarde
para recuperarlo. Si lo intentara, tendría que enfrentarse
abiertamente contra sus hermanos. Era mejor dejarlo como estaba.
Además, a sus hermanos les prometió que les respetaría la parte
que ya habían recibido en agradecimiento a la colaboración que le
prestaron en su liberación. No iba a quebrantar la palabra dada.
Sólo le quedaba, por tanto, agrandar su reino con nuevas conquistas
y para eso estaba allí. De momento ya había tomado el castillo de
Cerezo. Era una plaza fuerte que le permitía reforzar la retaguardia
en su avance por tierras enemigas. En él dejaría un pequeño
destacamento.
Se acercaba el mediodía. Don
García abandonó la torre del homenaje para reponer sus fuerzas con
un abundante almuerzo. Al día siguiente entraría con sus huestes en
tierras de La Rioja para presentar batalla a sus enemigos. Los
capitanes ya tenían armadas sus compañías hasta los dientes
dispuestas a enfrentarse al ataque. Después del almuerzo, el rey se
retiró a sus aposentos donde pasó toda la tarde y la noche
diseñando un plan de ataque. Antes del alba ya estaba en pie con el
ánimo dispuesto a adentrarse en tierras enemigas para presentar
batalla a todo el que le ofreciera resistencia. Ordenó seguir el
curso del río hasta la ciudad de Haro. Desde allí avanzaron por la
margen derecha del río Ebro hasta la ciudad de Logroño. En todo ese
recorrido no encontró resistencia alguna del enemigo. Era como si se
tratara de un simple paseo militar por tierras conquistadas, por lo
que decidió continuar adelante.
En Calahorra las huestes de
don García decidieron ascender por la margen izquierda del río
Cidacos. Justo cuando tuvieron ante sí la ciudad de Arnedo y su
castillo, se percataron que éste estaba defendido por fuerzas de los
Banu Qasi. El rey ordenó sitiar la plaza hasta su rendición. Era
finales de diciembre cuando fueron derrotados los últimos defensores
de la fortaleza. Pero en el postrero ataque que los llevó a hacerse
con el castillo, el rey fue herido gravemente por una flecha enemiga.
Los cuidados y desvelos de los suyos por salvarlo se multiplicaban.
Con la llegada del año nuevo la salud del soberano no mejoraba. Cada
día que pasaba se sentía peor. Al fin, tuvo que ordenar la retirada
a sus hombres y el regreso a casa. En aquellas condiciones no se
sentía con fuerzas para seguir adelante con el plan de conquista que
se había trazado.
Después de muchos días de
fatigosa marcha por tierras primero riojanas y luego castellanas,
llegó por fin a los Campos Góticos. El intenso frío de aquellos
días invernales le habían aletargado un poco los dolores que
sufría. La herida parecía que se había cicatrizado y que ya no
presentaba gravedad, pero el rey había perdido mucha sangre y se
encontraba muy debilitado. Además, la flecha le había causado una
infección interna que poco a poco se iba apoderando de su cuerpo. Ya
casi no se sentía con fuerzas ni para decidir lo que convenía o no
hacer. Su lugarteniente quería llevarlo a León, donde recibiría
todo tipo de atenciones, pero don García prefirió que lo condujeran
a Zamora, plaza en la que seguía teniendo su palacio y donde había
pasado tantos años de su vida. Dijo que si tenía que morir,
prefería que fuera en aquella plaza que le era tan entrañable y no
en otro lugar. Luego ordenó que dieran aviso a la reina para que se
desplazara hasta Zamora. A mediados de febrero quedaba instalado en
su palacio con fuertes dolores intestinales y fiebre muy alta. La
reina optó por no desprenderse de su lado.
—¿Cómo os encontráis,
esposo mío?
Don García abrió tímidamente
los ojos a través de los cuales adivinó la figura de su esposa que
le sonreía amablemente.
—No muy bien. ¿Cuánto
tiempo llevo aquí?
—¿Qué importa eso ahora?
Lo que conviene es que os curéis, señor mío. Habéis perdido mucha
sangre y estáis muy débil, así que es mejor que os calléis y
reposéis en vuestro lecho.
Él trató de hacer un
esfuerzo para replicarle, pero le faltaron las fuerzas. Se dejó caer
en el lecho como un cuerpo inerte y se hundió de nuevo en un
profundo sopor. En aquel momento entró el galeno en la cámara real.
—¿Cómo se encuentra hoy
nuestro ilustre enfermo?
—Se ha despertado un
momento, pero le han fallado las fuerzas y se ha quedado de nuevo
profundamente dormido —comentó la reina con cara de angustia y un
leve rayo de esperanza.
—Es mejor así. Al menos
mientras duerme no sentirá tantos dolores.
—¿Creéis que se pondrá
bien?
El médico movió
dubitativamente la cabeza antes de responder.
—¡Que más quisiera yo!
Pero lo veo muy difícil. Tiene una infección interna que le está
corroyendo las entrañas. Su naturaleza es fuerte, pero no logrará
vencer al enemigo que lleva dentro.
A doña Muniadona le rodaron
dos gruesas lágrimas por sus aún tersas y sonrosadas mejillas.
—¿Cuánto tiempo creéis
que le puede quedar?
—Días, tal vez algunas
semanas. Depende de lo fuerte que sea, mas no será mucho el tiempo
que pueda resistir. Cuando se despierte le dais unas gotas de este
frasco mezcladas con agua. No le servirán de mucho, pero le calmarán
un poco los dolores.
El físico dejó de nuevo a la
reina sola con su esposo y su dolor. Por lo que le acababa de decir,
tan sólo cabía esperar que llegara el desenlace final. ¡Tan joven
y tan lleno de vida hacía tan poco tiempo y ahora tan débil y tan
indefenso! ¡Qué cambios daba la vida en tan breve espacio de
tiempo! A doña Muniadona le daba vueltas la cabeza tratando de
entender la mudanza tan brusca que acababa de sufrir su esposo. Para
llegar a ese final, no era necesario ambicionar tanto. El enfermo
entreabrió los ojos para murmurar unas palabras ininteligibles.
—¿Qué decís, Señor?
—Agua. Un poco de agua.
Su esposa aprovechó para
darle las gotas que le había recetado el galeno. Don García tomó
dos sorbos de agua con gran esfuerzo antes de dejarse caer inerte en
la cama. Sus fuerzas lo abandonaban.
—¿Queréis un poco más?
—No, dejadme. Sólo quiero
descansar.
Doña Muniadona le aplicó una
compresa empapada en agua fría en la frente y en las sienes para
aliviarle la fiebre. Luego llamó a una de las sirvientas para que
ocupara su lugar mientras ella se retiraba a su alcoba a descansar
unas horas.
—Ven, ponte aquí a la
cabecera. Mira, humedeces la compresa en el agua fría, la escurres
bien y se la aplicas en la frente y en las sienes. Así, como lo hago
yo.
—Sí, Señora.
—Si se despierta, le das
algo de comer. Yo me voy a mis aposentos a descansar un rato. Si se
agravara, no dudes en llamarme.
—Como Su Majestad mande,
Señora.
Don García sufrió algunos
altibajos a lo largo de los siguientes días. Su fortaleza le
permitió demorar el desenlace fatal un mes más, pero el diecinueve
de marzo su alma se liberaba definitivamente de aquel cuerpo
gangrenado. Su agonía había durado casi tres meses.
El anciano obispo Atilano,
primer mitrado de Zamora, tuvo el honor de presidir los funerales por
el alma del efímero rey, acompañado por el abad Alfonso de San
Miguel de Escalada. El obispo Genadio de Astorga declinó su
participación por haberle negado el rey fallecido el traslado de los
quinientos mizcales a Compostela, que su padre había donado a la
basílica de Santiago.
A los funerales de don García
asistieron todos sus parientes y una buena parte de la nobleza y
aristocracia del reino. Finalizados los actos religiosos, la reina
doña Muniadona ordenó que dieran sepultura a los restos mortales de
su esposo en la propia basílica en la que se acababa de celebrar su
funeral, pero los hermanos del rey fallecido, especialmente don
Ordoño y don Fruela, se opusieron rotundamente a esa decisión. A
pesar de las diferencias que habían mantenido en vida, no dudaron en
ordenar que los restos de su hermano debían descansar junto a los de
todos sus antepasados en la catedral de Oviedo. Con el consenso de
toda la familia del finado, dispusieron que su cuerpo fuera
trasladado inmediatamente a Oviedo, al panteón de la familia real,
donde recibió cristiana sepultura.
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