jueves, 9 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 2ª. PARTE. Capítulo 5


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A finales de octubre del año 913 don García contemplaba la vasta vega del río Tirón desde la torre del homenaje del castillo de Cerezo. La verde alameda que bordeaba las márgenes del río como un escuadrón de esbeltos gigantes se perdía en lontananza, donde la vista ya no alcanzaba a distinguirlos. A intervalos su color se tornaba en ocre. La mirada del monarca se perdía en la lejana montaña por donde desaparecía la alameda y con ella el río. ¿Pensaba tal vez en su esposa? No era probable. Don García, salvo en los primeros momentos, jamás había sentido amor por doña Muniadona. Tal vez sintiera un cierto aprecio, pero nada más. Su esposa no solía ocupar sus pensamientos. Tampoco los ocupaba su suegro, en el que había descubierto últimamente demasiado interés por recuperar el título de conde de Castilla y una enconada envidia hacia el actual titular del mismo, el conde don Gonzalo Fernández. Comenzaba a sospechar que su suegro tramaba algo. Sus pensamientos en absoluto se detenían en la figura de su hermano Ordoño. Le agradecía que hubiera participado en su liberación de la prisión, pero poco más tenía que reconocerle. Había sido el hijo favorito de su padre y siempre se había llevado lo mejor. Si por su padre hubiera sido, Ordoño habría heredado el reino entero. Pero las presiones recibidas y la vergüenza que hubiera sentido de haberlo hecho, le hicieron desistir al final de sus días y aceptar la división tal como se había llevado a cabo.
Don García sabía que había recibido la mejor parte del reino, la parte troncal del mismo, pero no estaba satisfecho. Como primogénito, tenía derecho a haberlo heredado todo y así debería haber sido. Ahora era demasiado tarde para recuperarlo. Si lo intentara, tendría que enfrentarse abiertamente contra sus hermanos. Era mejor dejarlo como estaba. Además, a sus hermanos les prometió que les respetaría la parte que ya habían recibido en agradecimiento a la colaboración que le prestaron en su liberación. No iba a quebrantar la palabra dada. Sólo le quedaba, por tanto, agrandar su reino con nuevas conquistas y para eso estaba allí. De momento ya había tomado el castillo de Cerezo. Era una plaza fuerte que le permitía reforzar la retaguardia en su avance por tierras enemigas. En él dejaría un pequeño destacamento.
Se acercaba el mediodía. Don García abandonó la torre del homenaje para reponer sus fuerzas con un abundante almuerzo. Al día siguiente entraría con sus huestes en tierras de La Rioja para presentar batalla a sus enemigos. Los capitanes ya tenían armadas sus compañías hasta los dientes dispuestas a enfrentarse al ataque. Después del almuerzo, el rey se retiró a sus aposentos donde pasó toda la tarde y la noche diseñando un plan de ataque. Antes del alba ya estaba en pie con el ánimo dispuesto a adentrarse en tierras enemigas para presentar batalla a todo el que le ofreciera resistencia. Ordenó seguir el curso del río hasta la ciudad de Haro. Desde allí avanzaron por la margen derecha del río Ebro hasta la ciudad de Logroño. En todo ese recorrido no encontró resistencia alguna del enemigo. Era como si se tratara de un simple paseo militar por tierras conquistadas, por lo que decidió continuar adelante.
En Calahorra las huestes de don García decidieron ascender por la margen izquierda del río Cidacos. Justo cuando tuvieron ante sí la ciudad de Arnedo y su castillo, se percataron que éste estaba defendido por fuerzas de los Banu Qasi. El rey ordenó sitiar la plaza hasta su rendición. Era finales de diciembre cuando fueron derrotados los últimos defensores de la fortaleza. Pero en el postrero ataque que los llevó a hacerse con el castillo, el rey fue herido gravemente por una flecha enemiga. Los cuidados y desvelos de los suyos por salvarlo se multiplicaban. Con la llegada del año nuevo la salud del soberano no mejoraba. Cada día que pasaba se sentía peor. Al fin, tuvo que ordenar la retirada a sus hombres y el regreso a casa. En aquellas condiciones no se sentía con fuerzas para seguir adelante con el plan de conquista que se había trazado.
Después de muchos días de fatigosa marcha por tierras primero riojanas y luego castellanas, llegó por fin a los Campos Góticos. El intenso frío de aquellos días invernales le habían aletargado un poco los dolores que sufría. La herida parecía que se había cicatrizado y que ya no presentaba gravedad, pero el rey había perdido mucha sangre y se encontraba muy debilitado. Además, la flecha le había causado una infección interna que poco a poco se iba apoderando de su cuerpo. Ya casi no se sentía con fuerzas ni para decidir lo que convenía o no hacer. Su lugarteniente quería llevarlo a León, donde recibiría todo tipo de atenciones, pero don García prefirió que lo condujeran a Zamora, plaza en la que seguía teniendo su palacio y donde había pasado tantos años de su vida. Dijo que si tenía que morir, prefería que fuera en aquella plaza que le era tan entrañable y no en otro lugar. Luego ordenó que dieran aviso a la reina para que se desplazara hasta Zamora. A mediados de febrero quedaba instalado en su palacio con fuertes dolores intestinales y fiebre muy alta. La reina optó por no desprenderse de su lado.
¿Cómo os encontráis, esposo mío?
Don García abrió tímidamente los ojos a través de los cuales adivinó la figura de su esposa que le sonreía amablemente.
No muy bien. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
¿Qué importa eso ahora? Lo que conviene es que os curéis, señor mío. Habéis perdido mucha sangre y estáis muy débil, así que es mejor que os calléis y reposéis en vuestro lecho.
Él trató de hacer un esfuerzo para replicarle, pero le faltaron las fuerzas. Se dejó caer en el lecho como un cuerpo inerte y se hundió de nuevo en un profundo sopor. En aquel momento entró el galeno en la cámara real.
¿Cómo se encuentra hoy nuestro ilustre enfermo?
Se ha despertado un momento, pero le han fallado las fuerzas y se ha quedado de nuevo profundamente dormido —comentó la reina con cara de angustia y un leve rayo de esperanza.
Es mejor así. Al menos mientras duerme no sentirá tantos dolores.
¿Creéis que se pondrá bien?
El médico movió dubitativamente la cabeza antes de responder.
¡Que más quisiera yo! Pero lo veo muy difícil. Tiene una infección interna que le está corroyendo las entrañas. Su naturaleza es fuerte, pero no logrará vencer al enemigo que lleva dentro.
A doña Muniadona le rodaron dos gruesas lágrimas por sus aún tersas y sonrosadas mejillas.
¿Cuánto tiempo creéis que le puede quedar?
Días, tal vez algunas semanas. Depende de lo fuerte que sea, mas no será mucho el tiempo que pueda resistir. Cuando se despierte le dais unas gotas de este frasco mezcladas con agua. No le servirán de mucho, pero le calmarán un poco los dolores.
El físico dejó de nuevo a la reina sola con su esposo y su dolor. Por lo que le acababa de decir, tan sólo cabía esperar que llegara el desenlace final. ¡Tan joven y tan lleno de vida hacía tan poco tiempo y ahora tan débil y tan indefenso! ¡Qué cambios daba la vida en tan breve espacio de tiempo! A doña Muniadona le daba vueltas la cabeza tratando de entender la mudanza tan brusca que acababa de sufrir su esposo. Para llegar a ese final, no era necesario ambicionar tanto. El enfermo entreabrió los ojos para murmurar unas palabras ininteligibles.
¿Qué decís, Señor?
Agua. Un poco de agua.
Su esposa aprovechó para darle las gotas que le había recetado el galeno. Don García tomó dos sorbos de agua con gran esfuerzo antes de dejarse caer inerte en la cama. Sus fuerzas lo abandonaban.
¿Queréis un poco más?
No, dejadme. Sólo quiero descansar.
Doña Muniadona le aplicó una compresa empapada en agua fría en la frente y en las sienes para aliviarle la fiebre. Luego llamó a una de las sirvientas para que ocupara su lugar mientras ella se retiraba a su alcoba a descansar unas horas.
Ven, ponte aquí a la cabecera. Mira, humedeces la compresa en el agua fría, la escurres bien y se la aplicas en la frente y en las sienes. Así, como lo hago yo.
Sí, Señora.
Si se despierta, le das algo de comer. Yo me voy a mis aposentos a descansar un rato. Si se agravara, no dudes en llamarme.
Como Su Majestad mande, Señora.
Don García sufrió algunos altibajos a lo largo de los siguientes días. Su fortaleza le permitió demorar el desenlace fatal un mes más, pero el diecinueve de marzo su alma se liberaba definitivamente de aquel cuerpo gangrenado. Su agonía había durado casi tres meses.
El anciano obispo Atilano, primer mitrado de Zamora, tuvo el honor de presidir los funerales por el alma del efímero rey, acompañado por el abad Alfonso de San Miguel de Escalada. El obispo Genadio de Astorga declinó su participación por haberle negado el rey fallecido el traslado de los quinientos mizcales a Compostela, que su padre había donado a la basílica de Santiago.
A los funerales de don García asistieron todos sus parientes y una buena parte de la nobleza y aristocracia del reino. Finalizados los actos religiosos, la reina doña Muniadona ordenó que dieran sepultura a los restos mortales de su esposo en la propia basílica en la que se acababa de celebrar su funeral, pero los hermanos del rey fallecido, especialmente don Ordoño y don Fruela, se opusieron rotundamente a esa decisión. A pesar de las diferencias que habían mantenido en vida, no dudaron en ordenar que los restos de su hermano debían descansar junto a los de todos sus antepasados en la catedral de Oviedo. Con el consenso de toda la familia del finado, dispusieron que su cuerpo fuera trasladado inmediatamente a Oviedo, al panteón de la familia real, donde recibió cristiana sepultura.


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