domingo, 5 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 2


2

              Don Alfonso decidió ocultarse en un lugar desconocido ubicado en la zona más oriental del reino de su padre, el territorio que se conocía como el condado de Castilla. Se hizo acompañar por sus más fieles servidores: su ayo, Pedro, y su arquero, Nuño. Salieron del palacio a medianoche cuando todo el mundo dormía. Con gran sigilo abandonaron el palacio y la ciudad de Compostela para adentrarse entre los valles y montañas que la circundaban. Tras varios días de un accidentado viaje, llegaron al lugar elegido. El príncipe destronado decidió refugiarse en casa de su tío don Rodrigo, conde de Castilla.
El sol llegaba a su ocaso. Tres jinetes cabalgaban por entre los verdes trigales que se extendían por doquier. Grandes manchas de una tonalidad amarillenta surgían aquí y allá, signo de la próxima maduración del cereal. Los árboles escaseaban y no se veía ni un solo regato donde poder refrescarse y saciar la sed.
—Esto parece un desierto, Señor. ¿A dónde nos dirigimos?
—No seas impaciente, Pedro. Antes de que se nos eche la noche encima habremos llegado. ¿Ves aquella colina que se eleva hacia el nordeste? Pues al otro lado está nuestro destino.
—¿Y será tan inhóspito como lo que vemos?
—No, Pedro. No todo el condado de Castilla es tan inhóspito. Aunque no tiene nada que ver con el verdor de Galicia. Aquí, salvo ahora que todavía están verdes los trigales, predomina el color amarillento y ocre en contraposición al verde de nuestra amada Galicia. Lo echarás en falta, pero te irás acostumbrando.
—No sé si podré hacerlo, Señor, pues en los dos días que llevamos caminando por estas tierras ya he añorado más de mil veces nuestra querida Galicia.
—Paciencia, Pedro. Todo en la vida se supera. También la añoranza y los recuerdos.
En medio de estos diálogos acabaron de cruzar la pequeña colina que poco antes había señalado don Alfonso. En su falda se veían varias casas diseminadas y un poco más allá un pequeño núcleo de población. Por el fondo del valle discurría un riachuelo que regaba la vega y la llenaba de verdor. Detrás del caserío se erguía imponente la Peña Amaya. En lo más alto de la misma se divisaba la robusta figura de un castillo. Era la residencia oficial de don Rodrigo.
—¡Esto ya es otra cosa! —exclamó el ayo oteando el paisaje.
—Ya te lo advertí, Pedro. Aunque esto no se parece en nada al paisaje de Galicia, de cuando en cuando surge algún oasis de verdor, que se agradece doblemente por su rareza y escasez.
—Tenéis razón, Señor. Sólo de verlo parece que se me ha alegrado ya el alma.
—Bien, pues ahora lancemos al trote nuestras cabalgaduras, que quiero cruzar el puente del castillo antes de que se apaguen las últimas luces del ocaso.
Los tres jinetes, sudorosos y polvorientos, penetraban en el castillo poco antes de que se apoderaran de él las sobras de la noche. Don Alfonso se hizo conducir ante la presencia de su tío, que lo recibió con grandes honores y con muestras de gran júbilo.
—¡Hijo mío! —don Rodrigo estrechó a su sobrino entre sus brazos—. ¿Vendréis muy cansado? ¿Habrá sido un viaje agotador?
—Sí que lo ha sido, tío. Llevo cabalgando alrededor de una semana. Ya tenía ganas de llegar a vuestra casa para descansar.
—Pues ya habéis llegado. Haré que preparen vuestros aposentos para que podáis asearos y descansar todo lo que queráis. Ya tendremos tiempo de hablar.
—Gracias, tío. Os lo agradezco de veras. Estoy realmente agotado.
—Pues no se hable más. —Don Rodrigo hizo sonar una campanilla. Al instante se presentó ante ellos una hermosa doncella—. Eulalia, acompaña al señor a sus aposentos.
—Sí, señor.
—¡Ah, Eulalia! Que no le falte de nada y que no lo moleste nadie. El señor tiene que descansar.
—Así se hará, señor.
La doncella se retiró con una gentil reverencia para dirigirse a los aposentos que habían destinado a don Alfonso, mientras éste la seguía por intrincados pasillos y salones. El príncipe permaneció más de veinticuatro horas en sus aposentos descansando del largo viaje sin que nadie lo molestara. Necesitaba reponer las fuerzas perdidas en el arduo viaje.
Todo estaba dispuesto en la mesa para hacer los honores al príncipe recién llegado. Don Rodrigo con toda su familia esperaban con no disimulada impaciencia la entrada de su sobrino en el comedor. Éste no tardó en llegar acompañado por uno de los criados del señor del castillo. Después de un saludo cortés, don Rodrigo invitó al príncipe y a toda su familia a sentarse a la mesa. El almuerzo transcurrió casi en silencio, sólo interrumpido por breves comentarios acerca de los manjares que les servían o sobre otras banalidades intranscendentes, a pesar de que todos estaban impacientes por conocer los planes de don Alfonso, pero fue su tío quien rompió el silencio.
—Y bien, querido sobrino, ¿qué pensáis hacer ahora? ¿No querréis quedaros de brazos cruzados?
—Ya veo que os han informado de los acontecimientos —comentó el príncipe.
—Las malas noticias, querido sobrino, corren como el viento. Hace días que nos enteramos de la traición de Fruela Bermúdez. Por eso no nos extrañó veros llegar a nuestro castillo. En el fondo lo estábamos deseando, porque sólo aquí podréis reunir un ejército suficiente para derrocar al usurpador. El resto del territorio está controlado por el traidor. Aquí tendréis todo mi apoyo y con mi ayuda lograremos recuperar el trono.
—Gracias, querido tío. No olvidaré jamás vuestra ayuda y vuestro ofrecimiento.
—Ahora, querido sobrino, lo que tenéis que hacer es descansar y recuperaros. Ya habrá tiempo de organizar un ejército y presentar batalla a ese traidor. Durante estos meses de verano que está a punto de comenzar cazaremos y nos ejercitaremos para la guerra. Luego, en el mes de septiembre, reuniremos todos los hombres de mi condado capaces de empuñar un arma y en el otoño presentaremos batalla al usurpador.
—Me parece muy bien, querido tío. Espero no defraudaros.
Después de haber tomado los postres y los licores que los acompañaron, tío y sobrino se retiraron a la estancia más fresca del castillo para seguir trazando y debatiendo los detalles de la batalla que pensaban presentar al conde traidor. Tenían varios meses por delante, pero no se podían confiar. Había que diseñar un plan para que todo saliera correctamente. No podían dejar nada al azar. A lo largo del verano perfilarían todos los detalles y en el otoño lo pondrían en práctica.
—El trono os corresponde a Vos por ley. Así lo decidió vuestro abuelo y mi padre, el rey Ramiro I, que en gloria esté. Vuestro padre lo heredó de él y Vos lo habéis heredado de vuestro padre, aunque ese felón os lo haya usurpado. Podéis estar seguro que no se va a salir con la suya. Aquí tenemos muchos y buenos caballeros que no dudarán en dar su sangre y su vida por restituiros en el trono. Los buenos hombres de esta tierra me son fieles y harán todo lo que yo les pida.
—Gracias, tío. Vuestras palabras me reconfortan y me restituyen el ánimo. Cuando recibí la noticia en Compostela de la traición perpetrada por el conde de Lugo, por un momento me sentí rodeado de traidores. Estábamos a punto de finalizar los festejos por mi proclamación como rey. Se hallaba allí reunida la flor y nata de la aristocracia gallega. Les acababa de prometer que les respetaría sus fueros y privilegios. Les había pedido su adhesión a mi persona. Les prometí repartir con ellos las nuevas tierras conquistadas. Al obispo de Compostela le prometí una nueva basílica. Y justo en aquel momento recibo la noticia de la traición de uno de los condes de aquella tierra. No sé si alguno de los presentes podía estar confabulado con él. No tengo pruebas de que así sea. Pero el traidor es uno de ellos y eso me hace desconfiar de todos. Tal vez me haya dejado llevar por mis emociones y sentimientos.
—Tal vez sea así, querido sobrino. Debéis dejar pasar el tiempo y analizar con calma los hechos. Debéis tener pruebas para juzgar a esos nobles, pues de lo contrario no seríais justo. Debéis serenaros y tranquilizaros antes de tomar una decisión equivocada, que podríais lamentar toda vuestra vida. La justicia se ha de impartir con serenidad y con calma. El hecho de que el usurpador sea de Galicia no quiere decir que todos los aristócratas gallegos estén implicados. Tal vez no lo esté ninguno de ellos. Así que es mejor que dejéis pasar el tiempo. Ahora lo que importa es organizar nuestro propio ejército para aniquilar al traidor.
—Tenéis razón, querido tío. Lo primero es lo primero.
—Bien, sobrino —el tío le dio una palmadita en el hombro—, dejemos esta conversación para otro momento, pues tiempo habrá para perfilar nuestros planes, y vayamos a dar un paseo con nuestros caballos por la orilla del río ahora que ya ha descendido el sol. Os reconfortará pasear bajo las sombras de la alameda.
—Eso espero.
Mandaron ensillar sus caballos y ambos se dirigieron a la alameda del río que atravesaba aquel pequeño y frondoso valle acompañados por el hijo mayor del conde, Diego. Aquel vergel ofrecía un remanso de paz para los habitantes del castillo y del poblado que lo circundaba. Los tres caballeros pasearon durante horas por el frondoso paraje, mientras charlaban despreocupadamente como si nada hubiera ocurrido. Abandonaron el lugar para regresar al castillo cuando los rayos del sol declinaban ya en el horizonte. Don Alfonso se sentía más reconfortado después de aquel agradable paseo.

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