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Don
Alfonso decidió ocultarse en un lugar desconocido ubicado en la zona
más oriental del reino de su padre, el territorio que se conocía
como el condado de Castilla. Se hizo acompañar por sus más fieles
servidores: su ayo, Pedro, y su arquero, Nuño. Salieron del palacio
a medianoche cuando todo el mundo dormía. Con gran sigilo
abandonaron el palacio y la ciudad de Compostela para adentrarse
entre los valles y montañas que la circundaban. Tras varios días de
un accidentado viaje, llegaron al lugar elegido. El príncipe
destronado decidió refugiarse en casa de su tío don Rodrigo, conde
de Castilla.
El
sol llegaba a su ocaso. Tres jinetes cabalgaban por entre los verdes
trigales que se extendían por doquier. Grandes manchas de una
tonalidad amarillenta surgían aquí y allá, signo de la próxima
maduración del cereal. Los árboles escaseaban y no se veía ni un
solo regato donde poder refrescarse y saciar la sed.
—Esto
parece un desierto, Señor. ¿A dónde nos dirigimos?
—No
seas impaciente, Pedro. Antes de que se nos eche la noche encima
habremos llegado. ¿Ves aquella colina que se eleva hacia el
nordeste? Pues al otro lado está nuestro destino.
—¿Y
será tan inhóspito como lo que vemos?
—No,
Pedro. No todo el condado de Castilla es tan inhóspito. Aunque no
tiene nada que ver con el verdor de Galicia. Aquí, salvo ahora que
todavía están verdes los trigales, predomina el color amarillento y
ocre en contraposición al verde de nuestra amada Galicia. Lo echarás
en falta, pero te irás acostumbrando.
—No
sé si podré hacerlo, Señor, pues en los dos días que llevamos
caminando por estas tierras ya he añorado más de mil veces nuestra
querida Galicia.
—Paciencia,
Pedro. Todo en la vida se supera. También la añoranza y los
recuerdos.
En
medio de estos diálogos acabaron de cruzar la pequeña colina que
poco antes había señalado don Alfonso. En su falda se veían varias
casas diseminadas y un poco más allá un pequeño núcleo de
población. Por el fondo del valle discurría un riachuelo que regaba
la vega y la llenaba de verdor. Detrás del caserío se erguía
imponente la Peña Amaya. En lo más alto de la misma se divisaba la
robusta figura de un castillo. Era la residencia oficial de don
Rodrigo.
—¡Esto
ya es otra cosa! —exclamó el ayo oteando el paisaje.
—Ya
te lo advertí, Pedro. Aunque esto no se parece en nada al paisaje de
Galicia, de cuando en cuando surge algún oasis de verdor, que se
agradece doblemente por su rareza y escasez.
—Tenéis
razón, Señor. Sólo de verlo parece que se me ha alegrado ya el
alma.
—Bien,
pues ahora lancemos al trote nuestras cabalgaduras, que quiero cruzar
el puente del castillo antes de que se apaguen las últimas luces del
ocaso.
Los
tres jinetes, sudorosos y polvorientos, penetraban en el castillo
poco antes de que se apoderaran de él las sobras de la noche. Don
Alfonso se hizo conducir ante la presencia de su tío, que lo recibió
con grandes honores y con muestras de gran júbilo.
—¡Hijo
mío! —don Rodrigo estrechó a su sobrino entre sus brazos—.
¿Vendréis muy cansado? ¿Habrá sido un viaje agotador?
—Sí
que lo ha sido, tío. Llevo cabalgando alrededor de una semana. Ya
tenía ganas de llegar a vuestra casa para descansar.
—Pues
ya habéis llegado. Haré que preparen vuestros aposentos para que
podáis asearos y descansar todo lo que queráis. Ya tendremos tiempo
de hablar.
—Gracias,
tío. Os lo agradezco de veras. Estoy realmente agotado.
—Pues
no se hable más. —Don Rodrigo hizo sonar una campanilla. Al
instante se presentó ante ellos una hermosa doncella—. Eulalia,
acompaña al señor a sus aposentos.
—Sí,
señor.
—¡Ah,
Eulalia! Que no le falte de nada y que no lo moleste nadie. El señor
tiene que descansar.
—Así
se hará, señor.
La
doncella se retiró con una gentil reverencia para dirigirse a los
aposentos que habían destinado a don Alfonso, mientras éste la
seguía por intrincados pasillos y salones. El príncipe permaneció
más de veinticuatro horas en sus aposentos descansando del largo
viaje sin que nadie lo molestara. Necesitaba reponer las fuerzas
perdidas en el arduo viaje.
Todo estaba dispuesto en la
mesa para hacer los honores al príncipe recién llegado. Don Rodrigo
con toda su familia esperaban con no disimulada impaciencia la
entrada de su sobrino en el comedor. Éste no tardó en llegar
acompañado por uno de los criados del señor del castillo. Después
de un saludo cortés, don Rodrigo invitó al príncipe y a toda su
familia a sentarse a la mesa. El almuerzo transcurrió casi en
silencio, sólo interrumpido por breves comentarios acerca de los
manjares que les servían o sobre otras banalidades intranscendentes,
a pesar de que todos estaban impacientes por conocer los planes de
don Alfonso, pero fue su tío quien rompió el silencio.
—Y
bien, querido sobrino, ¿qué pensáis hacer ahora? ¿No querréis
quedaros de brazos cruzados?
—Ya
veo que os han informado de los acontecimientos —comentó el
príncipe.
—Las
malas noticias, querido sobrino, corren como el viento. Hace días
que nos enteramos de la traición de Fruela Bermúdez. Por eso no nos
extrañó veros llegar a nuestro castillo. En el fondo lo estábamos
deseando, porque sólo aquí podréis reunir un ejército suficiente
para derrocar al usurpador. El resto del territorio está controlado
por el traidor. Aquí tendréis todo mi apoyo y con mi ayuda
lograremos recuperar el trono.
—Gracias,
querido tío. No olvidaré jamás vuestra ayuda y vuestro
ofrecimiento.
—Ahora,
querido sobrino, lo que tenéis que hacer es descansar y recuperaros.
Ya habrá tiempo de organizar un ejército y presentar batalla a ese
traidor. Durante estos meses de verano que está a punto de comenzar
cazaremos y nos ejercitaremos para la guerra. Luego, en el mes de
septiembre, reuniremos todos los hombres de mi condado capaces de
empuñar un arma y en el otoño presentaremos batalla al usurpador.
—Me
parece muy bien, querido tío. Espero no defraudaros.
Después
de haber tomado los postres y los licores que los acompañaron, tío
y sobrino se retiraron a la estancia más fresca del castillo para
seguir trazando y debatiendo los detalles de la batalla que pensaban
presentar al conde traidor. Tenían varios meses por delante, pero no
se podían confiar. Había que diseñar un plan para que todo saliera
correctamente. No podían dejar nada al azar. A lo largo del verano
perfilarían todos los detalles y en el otoño lo pondrían en
práctica.
—El
trono os corresponde a Vos por ley. Así lo decidió vuestro abuelo y
mi padre, el rey Ramiro I, que en gloria esté. Vuestro padre lo
heredó de él y Vos lo habéis heredado de vuestro padre, aunque ese
felón os lo haya usurpado. Podéis estar seguro que no se va a salir
con la suya. Aquí tenemos muchos y buenos caballeros que no dudarán
en dar su sangre y su vida por restituiros en el trono. Los buenos
hombres de esta tierra me son fieles y harán todo lo que yo les
pida.
—Gracias,
tío. Vuestras palabras me reconfortan y me restituyen el ánimo.
Cuando recibí la noticia en Compostela de la traición perpetrada
por el conde de Lugo, por un momento me sentí rodeado de traidores.
Estábamos a punto de finalizar los festejos por mi proclamación
como rey. Se hallaba allí reunida la flor y nata de la aristocracia
gallega. Les acababa de prometer que les respetaría sus fueros y
privilegios. Les había pedido su adhesión a mi persona. Les prometí
repartir con ellos las nuevas tierras conquistadas. Al obispo de
Compostela le prometí una nueva basílica. Y justo en aquel momento
recibo la noticia de la traición de uno de los condes de aquella
tierra. No sé si alguno de los presentes podía estar confabulado
con él. No tengo pruebas de que así sea. Pero el traidor es uno de
ellos y eso me hace desconfiar de todos. Tal vez me haya dejado
llevar por mis emociones y sentimientos.
—Tal
vez sea así, querido sobrino. Debéis dejar pasar el tiempo y
analizar con calma los hechos. Debéis tener pruebas para juzgar a
esos nobles, pues de lo contrario no seríais justo. Debéis
serenaros y tranquilizaros antes de tomar una decisión equivocada,
que podríais lamentar toda vuestra vida. La justicia se ha de
impartir con serenidad y con calma. El hecho de que el usurpador sea
de Galicia no quiere decir que todos los aristócratas gallegos estén
implicados. Tal vez no lo esté ninguno de ellos. Así que es mejor
que dejéis pasar el tiempo. Ahora lo que importa es organizar
nuestro propio ejército para aniquilar al traidor.
—Tenéis
razón, querido tío. Lo primero es lo primero.
—Bien,
sobrino —el tío le dio una palmadita en el hombro—, dejemos esta
conversación para otro momento, pues tiempo habrá para perfilar
nuestros planes, y vayamos a dar un paseo con nuestros caballos por
la orilla del río ahora que ya ha descendido el sol. Os reconfortará
pasear bajo las sombras de la alameda.
—Eso
espero.
Mandaron
ensillar sus caballos y ambos se dirigieron a la alameda del río que
atravesaba aquel pequeño y frondoso valle acompañados por el hijo
mayor del conde, Diego. Aquel vergel ofrecía un remanso de paz para
los habitantes del castillo y del poblado que lo circundaba. Los tres
caballeros pasearon durante horas por el frondoso paraje, mientras
charlaban despreocupadamente como si nada hubiera ocurrido.
Abandonaron el lugar para regresar al castillo cuando los rayos del
sol declinaban ya en el horizonte. Don Alfonso se sentía más
reconfortado después de aquel agradable paseo.
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