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Una fría mañana de enero don
Munio Núñez llegó a Tuy para entrevistarse con don Ordoño. Desde
que la reina doña Jimena pusiera al corriente al conde de Castilla
de su fracaso como mediadora ante el rey para la liberación de su
primogénito, aquél no paró de urdir planes para liberar a su
yerno. Inmediatamente puso rumbo a Galicia para involucrar a don
Ordoño de una manera más activa en la rebelión contra su padre.
Había que actuar con sigilo y rapidez si no querían ser
descubiertos por los leales al rey.
—Vuestra madre ha hecho todo
lo que estaba en su mano para convencer a vuestro padre, pero él no
ha dado su brazo a torcer. Está muy ligado al trono y no quiere
soltarlo. Ya sabemos que no le queda mucho tiempo de vida y que
podríamos esperar, pero vuestro hermano se está pudriendo en
aquella mazmorra. Deberíais haberlo visto en las condiciones en que
se halla. El más vil de los criminales está mejor tratado que él.
—¿Y qué podemos hacer?
—Cualquier cosa menos
quedarnos de brazos cruzados. Podemos partir inmediatamente para
Asturias con un puñado de hombres fieles para no levantar sospechas.
En Oviedo le pediremos a vuestro hermano Fruela que se una a
nosotros. Tengo entendido que os lleváis muy bien.
—En efecto. Mi hermano
Fruela hará todo lo que yo le pida. No habrá ningún problema por
su parte.
—Después iremos hasta el
castillo de Gozón como si fuéramos a visitar a García. Una vez
allí, sorprenderemos a la guardia del castillo y a su alcaide y
liberaremos a vuestro hermano.
—¿Así de sencillo?
—Tan sencillo no será.
Tendremos que urdir alguna estratagema para apoderarnos de ellos. A
nuestro favor juega el elemento sorpresa. Por el camino ya
diseñaremos el plan que emplearemos. Lo importante es liberar a
vuestro hermano. Una vez que lo hayamos conseguido, nos trasladaremos
a Amaya donde tengo alertada a mi gente. Desde allí avanzaremos
hacia León para exigir a vuestro padre que renuncie a la corona. Si
no lo hace, le amenazaremos con quitársela por la fuerza.
—El plan no me parece mal
del todo. Ahora lo que hace falta es que salga todo como habéis
previsto.
—Os aseguro que saldrá
bien, ya lo veréis. Pero no debemos perder tiempo. Debemos ponernos
en marcha enseguida.
Don Ordoño y don Munio
partieron inmediatamente para Oviedo acompañados por media docena de
hombres de su confianza para no levantar sospechas. El plan les salió
como habían previsto. Al cabo de quince días se hallaban ya en
Amaya al frente de un ejército que había mandado reunir don Munio.
Unos días más tarde acamparon a las orillas del Esla desde donde
enviaron un ultimátum a don Alfonso. El rey, sorprendido por el
imprevisto ataque y superado por los acontecimientos, se vio obligado
a abdicar en favor de sus hijos.
—Nunca me imaginé que mis
propios hijos se rebelarían contra mí —exclamaba lleno
de ira don Alfonso en su despacho.
—Pues ya lo veis, Señor,
hasta nuestros propios hijos nos traicionan —le decía su mayordomo
don Hermenegildo tratando de calmarlo.
—De García hubiera esperado
cualquier cosa, pero de los otros dos no, sobre todo de Ordoño.
¿Quién me lo iba a decir?
—Señor, miradlo por el lado
positivo. Quizás os hayáis ofuscado demasiado y eso os haya
impedido ver la realidad. Vos ya habéis hecho todo lo que teníais
que hacer. Ahora ha llegado el momento de dar paso a la nueva
generación. Mirad que ya no son nada jóvenes y Vos os habéis hecho
mayor. Pensadlo bien y dejad que sean ellos los que se hagan cargo de
las riendas del poder.
El rey emitió un profundo
suspiro. Luego, se acercó hasta la ventana para echar una ojeada al
patio del palacio. La nieve aún cubría las zonas sombreadas.
—Hermenegildo, mi buen
amigo, no os falta razón. Ya no estamos para estos trotes, aunque si
os he de ser sincero, todavía siento correr la sangre por mis venas.
He tenido un largo reinado y en él me he enfrentado a cruentas y
duras batallas sin que me haya arredrado ante ninguna de ellas. Unas
las he ganado y otras las he perdido, pero en todas ellas me
enfrentado con valor y denuedo al enemigo. Esa energía aún pervive
en mí. Siento cómo corre por mis venas. Pero creo que ha llegado el
momento de dar paso a mis hijos. Así que voy a firmar el decreto de
mi abdicación y me retiraré al complejo del valle de Boides. ¡Por
Asturias, por León y por España!
—Majestad, alabo vuestra
decisión. ¡Que Dios nuestro Señor os premie este paso que habéis
dado!
Los dos consuegros se
estrecharon en un fuerte abrazo. A continuación el rey ordenó que
la reina se presentara en su despacho para hacerle saber su
resolución. Una vez allí, ordenó redactar el decreto de abdicación
que firmó en el acto. Acababa de escribir uno de los momentos
históricos más importantes de su vida.
—¿Estáis contenta, Señora?
—Mucho —la reina se acercó
a su esposo y lo tomó por la mano—. Ahora despréndete de todos
tus símbolos reales y vámonos para Asturias, que la echo mucho de
menos.
—Nos iremos, Señora, nos
iremos. Aquí a partir de ahora ya no me queda nada por hacer.
Dejaremos que gobierne García en esta tierra. Ordoño y Fruela
seguirán en Galicia y Asturias, respectivamente. Me duele ver
fragmentado así mi reino, pero ya nada puedo hacer. ¡Que Dios me
perdone!
—Anda, vámonos ya. Déjalo
todo y vamos a vivir juntos lo poco que nos queda de vida. Deja los
problemas para nuestros hijos.
Don Alfonso y doña Jimena se
retiraron, como había prometido, al valle de Boides. Llegaron allí
a principios de febrero. El clima no era tan severo como el de León,
pero también hacía frío. El rey ordenó que la chimenea del
palacete ardiera noche y día. De pronto le pareció que el frío se
le había introducido hasta el tuétano de los huesos. Poco a poco el
invierno dio paso a la primavera con días más templados, aunque la
humedad de aquel clima no hacía disminuir la sensación de frío que
el rey sentía. Tal vez no fuera sólo el frío físico, sino también
la sensación de frío que don Alfonso sentía o el vacío espiritual
en el que había quedado inmerso tras la renuncia al trono. El rey
sentía que su vida se apagaba y que sus miembros se entumecían.
Incluso los primeros calores del incipiente verano no lograban
vigorizar sus extremidades. Por un momento se sintió desfallecer.
—Apenas siento mis manos y
mis pies, esposa mía. Desde que vinimos para aquí, no me he quitado
el frío de encima.
—Eso son manías vuestras,
Señor.
—No son manías, Jimena. Es
la pura verdad.
—No digáis tonterías. Son
simples manías o es la añoranza por el poder perdido.
—No lo sé, Señora, pero
siento que día a día se apaga mi vigor. Voy a hacer una
peregrinación a Santiago de Compostela para pedirle al santo patrón
que me lo restituya. Él me dará las fuerzas necesarias para volver
a sentirme vivo e incluso para luchar contra los sarracenos.
—¿Adónde queréis volver
Vos? ¿No habéis entregado ya el poder a vuestros hijos? Mejor
haríais con quedaros aquí quieto.
—Si me quedo aquí, me
muero. Tengo que volver otra vez a la lucha para sentirme vivo.
—Haced lo que os plazca,
pues no voy a conseguir que cambiéis de idea diga lo que diga.
No tardó muchos días don
Alfonso en poner rumbo a Santiago de Compostela. Inició la que sería
su última peregrinación a la tumba del apóstol. Llegó allí el
día que se celebraba su festividad. El obispo Sisnando salió a
recibirlo con los brazos abiertos a pesar de que ya no era el rey.
Eran muchos los favores que tanto el obispo como Santiago debían al
depuesto rey. Sisnando ordenó celebrar la festividad del patrón con
toda solemnidad. Luego agasajó al exmonarca con grandes honores y
con un espléndido banquete. Don Alfonso permaneció unos días en
Santiago para venerar los restos del santo patrón y para pedirle que
le concediera fuerzas suficientes para combatir a sus enemigos. De
regreso a León, se enteró del ataque de los musulmanes a la ciudad
de Astorga. En León pidió a su hijo don García un ejército con el
que venció a los ismaelitas. Ésta sería su última victoria. Poco
después fallecería en la ciudad de Zamora donde se había instalado
definitivamente. Era el 20 de diciembre del año 910. A sus pompas
fúnebres asistieron todos los miembros de la casa real junto con los
nobles y demás aristócratas del reino y muchos otros del resto de
los reinos cristianos. El funeral fue concelebrado por todos los
obispos del reino. Ya antes de su fallecimiento, don Fruela se había
autoproclamado rey de Asturias bajo el título de Fruela II. Poco
después de su muerte, don García se declara rey de León, con el
nombre de García I, y don Ordoño, rey de Galicia. A pesar de que
don Ordoño y don Fruela se declararon súbditos del rey de León,
don García, no tardaron en sobrevenir una serie de acontecimientos y
luchas internas por el poder, que desembocarían en lo que
constituirá el tema central de la segunda parte de la novela:
Vicisitudes
internas.
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