jueves, 9 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 36



36


Una fría mañana de enero don Munio Núñez llegó a Tuy para entrevistarse con don Ordoño. Desde que la reina doña Jimena pusiera al corriente al conde de Castilla de su fracaso como mediadora ante el rey para la liberación de su primogénito, aquél no paró de urdir planes para liberar a su yerno. Inmediatamente puso rumbo a Galicia para involucrar a don Ordoño de una manera más activa en la rebelión contra su padre. Había que actuar con sigilo y rapidez si no querían ser descubiertos por los leales al rey.
Vuestra madre ha hecho todo lo que estaba en su mano para convencer a vuestro padre, pero él no ha dado su brazo a torcer. Está muy ligado al trono y no quiere soltarlo. Ya sabemos que no le queda mucho tiempo de vida y que podríamos esperar, pero vuestro hermano se está pudriendo en aquella mazmorra. Deberíais haberlo visto en las condiciones en que se halla. El más vil de los criminales está mejor tratado que él.
¿Y qué podemos hacer?
Cualquier cosa menos quedarnos de brazos cruzados. Podemos partir inmediatamente para Asturias con un puñado de hombres fieles para no levantar sospechas. En Oviedo le pediremos a vuestro hermano Fruela que se una a nosotros. Tengo entendido que os lleváis muy bien.
En efecto. Mi hermano Fruela hará todo lo que yo le pida. No habrá ningún problema por su parte.
Después iremos hasta el castillo de Gozón como si fuéramos a visitar a García. Una vez allí, sorprenderemos a la guardia del castillo y a su alcaide y liberaremos a vuestro hermano.
¿Así de sencillo?
Tan sencillo no será. Tendremos que urdir alguna estratagema para apoderarnos de ellos. A nuestro favor juega el elemento sorpresa. Por el camino ya diseñaremos el plan que emplearemos. Lo importante es liberar a vuestro hermano. Una vez que lo hayamos conseguido, nos trasladaremos a Amaya donde tengo alertada a mi gente. Desde allí avanzaremos hacia León para exigir a vuestro padre que renuncie a la corona. Si no lo hace, le amenazaremos con quitársela por la fuerza.
El plan no me parece mal del todo. Ahora lo que hace falta es que salga todo como habéis previsto.
Os aseguro que saldrá bien, ya lo veréis. Pero no debemos perder tiempo. Debemos ponernos en marcha enseguida.
Don Ordoño y don Munio partieron inmediatamente para Oviedo acompañados por media docena de hombres de su confianza para no levantar sospechas. El plan les salió como habían previsto. Al cabo de quince días se hallaban ya en Amaya al frente de un ejército que había mandado reunir don Munio. Unos días más tarde acamparon a las orillas del Esla desde donde enviaron un ultimátum a don Alfonso. El rey, sorprendido por el imprevisto ataque y superado por los acontecimientos, se vio obligado a abdicar en favor de sus hijos.
Nunca me imaginé que mis propios hijos se rebelarían contra mí —exclamaba lleno de ira don Alfonso en su despacho.
Pues ya lo veis, Señor, hasta nuestros propios hijos nos traicionan —le decía su mayordomo don Hermenegildo tratando de calmarlo.
De García hubiera esperado cualquier cosa, pero de los otros dos no, sobre todo de Ordoño. ¿Quién me lo iba a decir?
Señor, miradlo por el lado positivo. Quizás os hayáis ofuscado demasiado y eso os haya impedido ver la realidad. Vos ya habéis hecho todo lo que teníais que hacer. Ahora ha llegado el momento de dar paso a la nueva generación. Mirad que ya no son nada jóvenes y Vos os habéis hecho mayor. Pensadlo bien y dejad que sean ellos los que se hagan cargo de las riendas del poder.
El rey emitió un profundo suspiro. Luego, se acercó hasta la ventana para echar una ojeada al patio del palacio. La nieve aún cubría las zonas sombreadas.
Hermenegildo, mi buen amigo, no os falta razón. Ya no estamos para estos trotes, aunque si os he de ser sincero, todavía siento correr la sangre por mis venas. He tenido un largo reinado y en él me he enfrentado a cruentas y duras batallas sin que me haya arredrado ante ninguna de ellas. Unas las he ganado y otras las he perdido, pero en todas ellas me enfrentado con valor y denuedo al enemigo. Esa energía aún pervive en mí. Siento cómo corre por mis venas. Pero creo que ha llegado el momento de dar paso a mis hijos. Así que voy a firmar el decreto de mi abdicación y me retiraré al complejo del valle de Boides. ¡Por Asturias, por León y por España!
Majestad, alabo vuestra decisión. ¡Que Dios nuestro Señor os premie este paso que habéis dado!
Los dos consuegros se estrecharon en un fuerte abrazo. A continuación el rey ordenó que la reina se presentara en su despacho para hacerle saber su resolución. Una vez allí, ordenó redactar el decreto de abdicación que firmó en el acto. Acababa de escribir uno de los momentos históricos más importantes de su vida.
¿Estáis contenta, Señora?
Mucho —la reina se acercó a su esposo y lo tomó por la mano—. Ahora despréndete de todos tus símbolos reales y vámonos para Asturias, que la echo mucho de menos.
Nos iremos, Señora, nos iremos. Aquí a partir de ahora ya no me queda nada por hacer. Dejaremos que gobierne García en esta tierra. Ordoño y Fruela seguirán en Galicia y Asturias, respectivamente. Me duele ver fragmentado así mi reino, pero ya nada puedo hacer. ¡Que Dios me perdone!
Anda, vámonos ya. Déjalo todo y vamos a vivir juntos lo poco que nos queda de vida. Deja los problemas para nuestros hijos.
Don Alfonso y doña Jimena se retiraron, como había prometido, al valle de Boides. Llegaron allí a principios de febrero. El clima no era tan severo como el de León, pero también hacía frío. El rey ordenó que la chimenea del palacete ardiera noche y día. De pronto le pareció que el frío se le había introducido hasta el tuétano de los huesos. Poco a poco el invierno dio paso a la primavera con días más templados, aunque la humedad de aquel clima no hacía disminuir la sensación de frío que el rey sentía. Tal vez no fuera sólo el frío físico, sino también la sensación de frío que don Alfonso sentía o el vacío espiritual en el que había quedado inmerso tras la renuncia al trono. El rey sentía que su vida se apagaba y que sus miembros se entumecían. Incluso los primeros calores del incipiente verano no lograban vigorizar sus extremidades. Por un momento se sintió desfallecer.
Apenas siento mis manos y mis pies, esposa mía. Desde que vinimos para aquí, no me he quitado el frío de encima.
Eso son manías vuestras, Señor.
No son manías, Jimena. Es la pura verdad.
No digáis tonterías. Son simples manías o es la añoranza por el poder perdido.
No lo sé, Señora, pero siento que día a día se apaga mi vigor. Voy a hacer una peregrinación a Santiago de Compostela para pedirle al santo patrón que me lo restituya. Él me dará las fuerzas necesarias para volver a sentirme vivo e incluso para luchar contra los sarracenos.
¿Adónde queréis volver Vos? ¿No habéis entregado ya el poder a vuestros hijos? Mejor haríais con quedaros aquí quieto.
Si me quedo aquí, me muero. Tengo que volver otra vez a la lucha para sentirme vivo.
Haced lo que os plazca, pues no voy a conseguir que cambiéis de idea diga lo que diga.
No tardó muchos días don Alfonso en poner rumbo a Santiago de Compostela. Inició la que sería su última peregrinación a la tumba del apóstol. Llegó allí el día que se celebraba su festividad. El obispo Sisnando salió a recibirlo con los brazos abiertos a pesar de que ya no era el rey. Eran muchos los favores que tanto el obispo como Santiago debían al depuesto rey. Sisnando ordenó celebrar la festividad del patrón con toda solemnidad. Luego agasajó al exmonarca con grandes honores y con un espléndido banquete. Don Alfonso permaneció unos días en Santiago para venerar los restos del santo patrón y para pedirle que le concediera fuerzas suficientes para combatir a sus enemigos. De regreso a León, se enteró del ataque de los musulmanes a la ciudad de Astorga. En León pidió a su hijo don García un ejército con el que venció a los ismaelitas. Ésta sería su última victoria. Poco después fallecería en la ciudad de Zamora donde se había instalado definitivamente. Era el 20 de diciembre del año 910. A sus pompas fúnebres asistieron todos los miembros de la casa real junto con los nobles y demás aristócratas del reino y muchos otros del resto de los reinos cristianos. El funeral fue concelebrado por todos los obispos del reino. Ya antes de su fallecimiento, don Fruela se había autoproclamado rey de Asturias bajo el título de Fruela II. Poco después de su muerte, don García se declara rey de León, con el nombre de García I, y don Ordoño, rey de Galicia. A pesar de que don Ordoño y don Fruela se declararon súbditos del rey de León, don García, no tardaron en sobrevenir una serie de acontecimientos y luchas internas por el poder, que desembocarían en lo que constituirá el tema central de la segunda parte de la novela: Vicisitudes internas.



No hay comentarios:

Publicar un comentario