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El primer lustro del siglo X
se caracterizó por los continuos ataques de Alfonso III el
Magno a los Banu
Qasi y a sus dominios de Zaragoza y tierras riojanas. De nuevo el
monarca asturleonés vuelve a ocupar el castillo de Grañón, pero
los avances de los zaragozanos en tierras de La Rioja y Álava
obligaron a don Alfonso a replegarse en su reino y abandonar por
segunda vez la plaza riojana recién conquistada. Esto hizo que sus
relaciones con el rey de Navarra comenzaran a enfriarse y que
concentrara todos sus esfuerzos de reconquista en el valle de Duero.
Para entonces ya había trasladado, de hecho, la corte a León,
ciudad en la que residía la mayor parte del año junto con la de
Zamora. Desde ambas podía dirigir con mayor efectividad las campañas
contra el imperio árabe del sur.
Por aquel entonces finalizaron
los trabajos de restauración del monasterio de San Facundo y San
Primitivo que el propio rey había sufragado y que había mandado
realizar pocos años antes. Recordemos que este monasterio había
sido destruido en el año 883 por al-Mundhir en su fallido intento de
atacar a León y que el rey don Alfonso se había comprometido a
restaurarlo en su primigenio esplendor.
El 22 de octubre del año 904
se reunieron en el monasterio de San Facundo y San Primitivo los
reyes y todos sus hijos para celebrar su restauración. Era un día
gris de otoño. La lluvia caía suave pero insistentemente sobre la
vega del Cea y todo el valle del Duero. El día era triste y
desapacible. Ni un rayo de sol atravesaba las espesas nubes, pero el
interior del templo brillaba como un lucero. Dom Alonso había dado
órdenes para que no quedara un solo rincón de la iglesia en el que
no ardiera algún candelabro o alguna vela. El altar mayor
deslumbraba por su esplendor. En el lado del Evangelio habían
instalado el palco real donde se situaron los reyes y sus hijos.
Frente a las gradas y en los primeros escaños, tomaron asiento
varios condes y muchos representantes de la aristocracia del reino.
La misa fue concelebrada por
el abad dom Alonso junto con los obispos de León y Zamora, monseñor
Froilán y monseñor Atilano, respectivamente, que años atrás
habían formado parte de la comunidad benedictina del monasterio.
Leída la Epístola, tomó la palabra el rey.
—Dom Alonso, hoy es un día
memorable para mí. Hace muchos años que os prometí la restauración
de este monasterio tras su devastación por las tropas de al-Mundhir.
Esa promesa la he tenido desde entonces siempre presente en mi cabeza
y en mi corazón. Han sido muchos los momentos en que he deseado
realizar la promesa que os hice un día, pero siempre ha surgido
algún problema que me ha impedido llevarla a cabo. Al fin hemos
podido cumplir lo prometido. Hoy es, por tanto, un gran día para mí.
Como muestra de ello, os hago entrega de la villa de Calzada.
Tendréis entera autoridad y jurisdicción sobre todos sus bienes y
habitantes, que quedarán obligados a realizar cuantos servicios y
trabajos les ordenéis para vos y para el monasterio, tanto ahora
como en el futuro. Como prueba de ello, os extenderemos una cédula
de donación firmada por mí y por todos mis hijos.
Un murmullo se extendió a lo
largo y ancho de todo el templo. A continuación habló el abad del
monasterio.
—Señor, no sé cómo
agradeceros la magnificencia que siempre habéis mostrado conmigo y
con este monasterio. Desde el primer día que puse los pies en esta
tierra habéis sido generoso conmigo. Ya me ayudasteis con
esplendidez en su fundación y ahora habéis contribuido con
magnanimidad a su restauración. Si no hubiera sido por vuestra
munificencia, jamás se hubieran podido erigir estos muros que hoy
nos cobijan. Por si eso no fuera suficiente, ahora nos acabáis de
hacer donación de Calzada con todos sus habitantes y bienes. Señor,
os estamos eternamente agradecidos por las mercedes que nos habéis
hecho.
—Esas mercedes con ser
muchas no son todas las que yo hubiera deseado haceros. Aquí se
hallan y custodian las reliquias de los dos santos que más venero.
Gracias a su invocación he logrado muchas y grandes victorias. Por
tanto, todo lo que he donado a este monasterio es poco comparado con
los beneficios que he obtenido de sus santos patronos, San Facundo y
San Primitivo. Por otra parte, vos y vuestro monasterio habéis hecho
y estáis haciendo una gran labor de repoblación y consolidación de
estas tierras y sus gentes. Aparte, la instrucción intelectual y
moral que habéis impartido a un gran número de jóvenes es
encomiable. Vos mismo habéis instruido a mi hijo García en todas
las ramas del saber y le habéis dado la sólida formación que
posee. Soy yo quien os debe dar las gracias a vos y no vos a mí. Por
eso os anticipo que no será ésta la última gracia que os conceda.
—Repito, Majestad, que no sé
cómo agradecéroslo. Por eso vamos a continuar con la celebración
de la Eucaristía para agradecer con ella al Señor tantos bienes
recibidos.
Después de la celebración
religiosa, la familia real junto con la nobleza, aristócratas y
clero se reunieron en el refectorio del monasterio para cerrar con un
banquete los actos del día. Don Munio Núñez no tuvo ningún
problema para ocupar un asiento al lado de su yerno. La familia real,
como de costumbre, trataba de dejar un poco al margen al primogénito
del rey, don García. En un lugar un poco alejado de los reyes y de
sus hijos, don Munio, rodeado de los suyos, pudo departir con entera
libertad con su yerno.
—Veo que las relaciones con
vuestro padre siguen en el mismo punto muerto donde estaban.
—Más que seguir en el mismo
punto yo diría que han retrocedido. Mi padre siempre me ha
despreciado y no va a cambiar ahora que se encuentra en los últimos
años de su vida.
—Entonces, ¿seguís
pensando que no vais a heredar el reino?
—Por supuesto. Mi padre no
deja sin el reino, o una buena parte del mismo, a su predilecto. De
eso podéis estar bien seguro. Lo más probable es que divida el
reino entre todos.
—¿Y os vais a quedar tan
tranquilo?
—No, pero, ¿qué puedo
hacer?
—Rebelaros contra él.
Don García se quedó pensando
en las palabras de su suegro. Alguna vez había pasado por su mente
una idea semejante, pero siempre la había desechado por absurda. Él
no podía rebelarse contra su padre. Era su progenitor y, además,
era el rey. ¿Qué derecho tenía él a interponerse contra las
decisiones de su padre? Pero, si lo pensaba bien, él era el
primogénito. Por tanto, tenía derecho a heredar el reino entero.
¿Acaso no lo había heredado su progenitor de su padre y había
desheredado a todos sus hermanos por tratar de rebelarse contra él?
Entonces, ¿por qué no podía hacer él lo mismo y heredar todo el
reino como le correspondía por ser el primogénito? La idea no era
tan descabellada.
—Bien, ¿qué decís?
—No lo sé, Munio. Tengo que
pensarlo.
—Pues no os demoréis mucho,
porque puede ser demasiado tarde. Vuestro padre, aunque se ve todavía
fuerte y valiente, ya es mayor y cualquier día puede daros un susto.
Estas cosas cuanto antes se hagan mejor.
—No os falta razón, pero
hay otro inconveniente.
—¿Cuál?
—Debería contar con mis
hermanos Ordoño y Fruela. Ellos gobiernan Galicia y Asturias,
respectivamente. Si me rebelo contra mi padre y ellos están a favor
de él, tengo todas las de perder. Antes tengo que asegurarme su
confianza y su lealtad.
Don Munio movió
dubitativamente la cabeza. No confiaba mucho en la lealtad de los
infantes. Máxime cuando don Ordoño gozaba de todos los favores del
rey.
—Yo no me fiaría mucho de
vuestros hermanos, pero vos sabréis qué es lo que más os conviene.
—Tampoco yo me fío mucho de
ellos. Por eso tengo que ganarme su confianza. Si diera yo solo el
paso, casi seguro que ellos se pondrían de parte de mi padre y
entonces no tendría nada que hacer.
—O tal vez sí y en ese caso
os podríais quedar dueño del reino de León y el condado de
Castilla. Galicia y Asturias de momento podríais olvidaros de ellas.
Ya llegaría la ocasión de incorporarlas a vuestro reino.
—Es tentador lo que me
proponéis. Tendré que considerarlo seria y detenidamente.
—Si algún día decidís
llevarlo a cabo, contad conmigo. Para esto y para todo me tendréis
siempre a vuestro lado.
—Lo sé y lo tendré
presente, Munio.
Don García regresó a Zamora
con las palabras de su suegro zumbando en sus oídos. Era una idea
descabellada, pero no del todo irrealizable. Tenía que intentar el
destronamiento de su padre, pues si esperaba a que falleciera, ya
sabía que como mucho iba a recibir tan sólo una parte del reino y
él quería heredarlo íntegramente. La única manera de conseguirlo
era deponer a su padre y ponerse él en su lugar. Pero en medio
estaban sus hermanos, que no estarían dispuestos a perder lo que ya
consideraban suyo. Tenía que convencerlos, lo que no sería una
tarea fácil, tanto por la discreción que tendría que llevar como
por el distanciamiento que había entre ellos. Pero tenía que
intentarlo.
Poco después de la donación
hecha anteriormente al monasterio de San Facundo y San Primitivo, el
rey le donó el monasterio de San Saelices de Cea con su coto, todos
los lugares comprendidos en él y todos sus moradores. Este documento
también fue firmado por el rey, la reina y todos sus hijos. Pero las
donaciones no quedaron ahí, pues al año siguiente el rey volvió a
hacerle nuevas donaciones. Presumiblemente el abad dom Alonso muriera
poco después de la ceremonia de restauración del monasterio, puesto
que en las siguientes donaciones ya no consta como abad. Le sucedió
en el cargo dom Recesvindo, que es quien aparece en las donaciones
hechas por el rey en noviembre del 905. En esta fecha don Alfonso
dona al monasterio el gran coto que lo rodea con todas sus haciendas,
lugares y gentes, así como la jurisdicción omnímoda de muchos
lugares e iglesias próximos al mismo. Tal es el caso de las villas
de Zonio y Patricio o las iglesias de San Fructuso de Rioseco y San
Pedro de Boadilla, entre otras. Con estas donaciones el rey don
Alfonso dio fe de su gran magnificencia hacia el monasterio de San
Facundo y San Primitivo y cumplió con las promesas que le había
hecho. El monasterio, por su parte, vio considerablemente aumentados
sus dominios por todos aquellos lugares y planicies de los Campos
Góticos.
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