domingo, 5 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 3




                                                                       3


             Los rigores del verano ya habían quedado atrás. Don Alfonso había vivido en compañía de su tío y de sus primos unos meses inolvidables que le habían hecho olvidar, en parte, los agobios que oprimían su corazón. No olvidaría tan fácilmente las incontables jornadas de caza que había vivido al lado de su tío y de su primo Diego. Éste era un gran diestro con el arco y con la ballesta, con los que lograba abatir tanto piezas menores como mayores. Don Rodrigo, por su parte, era un maestro de la cetrería. Tenía varias aves de entre las que destacaban un halcón peregrino y un águila real. Constituía un espectáculo maravilloso verlas cazar todo tipo de caza menor y hasta alguna pieza de caza mayor, sobre todo el águila real. Más de un ciervo y un gamo abatieron aquella temporada.
Las jornadas que no dedicaban a la caza solían emplearlas en pasear por la vereda del río bajo sus exuberantes y extensas alamedas. En aquella frondosidad apenas se notaba la severidad del verano. Por su parte, don Rodrigo agasajaba a su sobrino con continuas fiestas y espectáculos en su castillo. No quería verlo deprimido, por lo que no escatimaba esfuerzos y recursos para conseguirlo. Así llegaron a mediados de septiembre, momento en el cual el conde de Castilla decidió poner en práctica su plan para atacar y derrocar al usurpador.
A lo largo de un mes estuvo reuniendo todos los hombres útiles que había en su condado capaces de empuñar un arma. Don Alfonso seguía con especial interés el incremento de hombres dispuestos a luchar por su causa, que cada día llenaban más el castillo de su tío y sus inmediaciones. Llegaban de todas partes del condado. Unos a pie y otros a caballo. Unos mejor armados que otros, pero todos dispuestos a luchar por su señor. Un día, cuando parecía que ya se hallaban presentes todos los que podían combatir, el conde los reunió delante de las murallas de su castillo, porque dentro ya no cabían de tantos como eran. Después de hacerse el silencio, el conde les presentó al que sería su futuro rey. Todos lo aclamaron al unísono. A continuación el conde los exhortó para que no dudaran en dar su sangre y su vida por él si era necesario.
—Mis fieles vasallos, aquí tenéis —señalando a don Alfonso— a vuestro futuro y legítimo rey, que fue derrocado por un felón cuando aún no había sido coronado, aprovechando la ausencia de don Alfonso de la corte de Oviedo para hacerse con el poder. Nosotros, como fieles vasallos suyos, vamos a presentar batalla al usurpador para devolver la corona a su legítimo dueño.
Todos asintieron al unísono con un grito ensordecedor.
—Muy pronto emprenderemos la marcha hacia las Asturias de Oviedo. El viaje será lento y fatigoso, no exento de dificultades. Tendremos que atravesar la gran cordillera Cantábrica. Los peligros surgirán por doquier. Puede que nos veamos sorprendidos en alguna encrucijada por las tropas del usurpador. Pero eso no ha de arredrarnos de nuestro objetivo. Tenemos que llegar a Oviedo y recuperar la corona. Para ello no escatimaremos esfuerzos ni la entrega de nuestras vidas si fuera necesario.
De nuevo se oyó un grito unánime de asentimiento.
—Nos hemos reunido varios millares de hombres. Espero que sea número suficiente para vencer las tropas del traidor. Lucharemos hasta la extenuación y nadie dará un paso atrás so pena de muerte para quien lo haga.
Todos asintieron con más enardecimiento si cabe que antes. Aquellos hombres estaban dispuestos a dar su vida por la causa. A nadie de los allí presentes se le pasaba por la cabeza desertar. Darían su vida por el rey si era necesario.
—No olvidaré nunca este servicio que estáis dispuestos a darme —les prometió don Alfonso—. Si obtenemos la victoria, que no dudo que lo lograremos, no quedará sin recompensa vuestro esfuerzo y sacrificio. Hoy es un día grande para mí, que me llena de satisfacción y orgullo. ¡Ánimo, mis valientes guerreros!
—¡Viva el rey! —gritaron algunos.
—¡Viva! —contestaron todos a coro.
Un murmullo general se extendió entre los asistentes. Los ánimos se enardecían entre aquellos hombres, fieles al conde y a su futuro rey. Después de varios intentos por imponer silencio, el conde pudo tomar de nuevo la palabra.
—Vasallos míos, ahora vamos a reponer fuerzas con las viandas que os suministrarán. Luego descansaremos todo el día y, tras un sueño reparador, mañana al alba partiremos para nuestro destino. Ha llegado la hora de hacer justicia. ¡Muera el traidor!
—¡Muera! —gritaron todos a coro.
A continuación los criados del conde, junto con el personal contratado al efecto, repartieron entre los presentes todo tipo de viandas que regaron con abundantes y espumosos caldos de la zona. Ahítos por tantos manjares y ebrios de tanta bebida, los hombres fueron cayendo todos en un sopor que los mantuvo dormidos y aletargados hasta la alborada.
Era una mañana de finales de octubre. La escarcha de la noche cubría la hierba y las hojas de los árboles y arbustos. El frío era intenso. La temperatura no debía de superar los cero grados centígrados. El cielo estaba aún tachonado de estrellas. Sólo por el saliente se vislumbraba el nacimiento del nuevo día. Una sutil franja grisácea comenzaba a percibirse por aquel punto. Los hombres ya se habían puesto en pie y junto con las caballerías habían comenzado a moverse. Poco a poco se fue organizando la marcha. Don Alfonso, don Rodrigo y el primogénito de éste, Diego, la encabezaban. Los demás siguieron dócilmente en pos de ellos hacia donde los guiaran.
Caminaban lentamente por el frondoso valle de Amaya. A los hombres de a caballo se les entumecían los pies y las manos. Los de a pie por el contrario notaban que poco a poco sus miembros comenzaban a reaccionar. Ya habían avanzado más de un kilómetro y aún no amanecía. Sólo por el este se percibía una franja anaranjada más amplia que a la hora de partir. La luz del día no acababa de llegar. Los hombres marchaban silenciosos y cabizbajos, sumidos en sus pensamientos y en una especie de sopor que los mantenía semidormidos. Las luces del alba fueron inundando paulatinamente todo el valle. Las cumbres de las montañas comenzaron a dorarse con los primeros rayos del sol. A continuación un vaho azulado empezó a ascender lentamente desde el fondo del valle. Era como si en todo él hubieran encendido una enorme hoguera. Lentamente la escarcha iría evaporándose con la ayuda de los rayos solares que ya empezaban a infiltrase por entre el follaje de la arboleda. Las tropas comandadas por don Alfonso y don Rodrigo tenían por delante unas cuantas jornadas de penoso viaje hasta alcanzar la capital del reino. Debían tomárselo con calma.
Atravesaron praderas y tierras de labor, cumbres y planicies, caminos y veredas, valles y montañas. Después de vadear el Pisuerga, se dirigieron hacia el monasterio de San Román de Entrempeñas, donde el abad los recibió y los honró con su hospitalidad. Desde allí partieron hacia el río Carrión y de éste hacia el nacimiento del Esla. Pretendían sortear las altas cumbres de los Picos de Europa por su parte occidental y atravesar por aquel punto la cordillera Cantábrica. A medida que se acercaban a la gran cordillera la marcha se hacía más penosa, debido no sólo a la dificultad por el ascenso a las altas cumbres, sino también por las inclemencias del tiempo. Poco antes de llegar a los pies de los Picos de Europa tuvieron que detener la marcha a causa de la gran nevada caída. Allí permanecieron varios días hasta que desapareció gran parte de la nieve y les permitió seguir la marcha no sin ciertas dificultades. Mientras atravesaban el desfiladero del Sella, don Alfonso y don Rodrigo vivieron momentos de preocupación y angustia, pues aquel lugar era idóneo para una emboscada por parte de las tropas del usurpador. Cuando por fin dieron vista a Cangas de Onís, ambos adalides respiraron profundamente mientras su corazón volvía a latir con normalidad. Habían atravesado aquel paso tan peligroso sin ningún contratiempo.
—¡Por fin hemos salido a campo algo más abierto! —exclamó don Rodrigo respirando con más tranquilidad al divisar las primeras casas de Cangas de Onís y el amplio valle que por allí se extendía.
—Sí, demos gracias a Dios por habernos librado de una emboscada —comentó don Alfonso—. No conocía esta zona, pero creo que hemos elegido el paso más peligroso de estas montañas.
—Tal vez sí, querido sobrino, aunque mucho me temo que en toda esta cordillera no hay un paso fácil. Menos mal que parece que el usurpador aún no sabe nada de nuestra presencia aquí.
—O quizás lo sepa, pero esperaba que cruzáramos por otro lugar.
—Sea como fuere, tenemos que estar alerta por lo que pueda suceder.
—Y lo estaremos, tío. Podéis estar bien seguro que lo estaremos.
Descansaron aquel día en las inmediaciones de Cangas de Onís para resarcirse de las fuerzas gastadas en la penosa travesía de la cordillera Cantábrica, que los había dejado bastante exhaustos, sobre todo a los hombres de a pie. Aprovecharon la parada para perfilar y ultimar los detalles del ataque al usurpador. No podían dejar nada al azar si querían tener éxito. Dos días más tarde se hallaban ya en Siero. Justo cuando dejaban atrás este caserío, se toparon con las huestes de Fruela Bermúdez, que les cortaban el paso hacia Oviedo en una amplia y verde explanada. Ambos ejércitos se enfrentaron en feroz combate durante horas. Llegada la noche, suspendieron los enfrentamientos hasta el amanecer del nuevo día. Los combates se sucedieron a lo largo de una semana. Las fuerzas estaban bastante igualadas y las bajas eran muy similares en ambos bandos. El octavo día de contienda la balanza comenzó a inclinarse a favor de don Alfonso. Muchos de los que combatían contra él, al ver el giro que tomaba la batalla, decidieron pasarse a sus filas, pues lo veían ya vencedor y querían ganarse sus favores. El ejército del traidor cada vez estaba más diezmado, por lo que poco a poco fueron retrocediendo en su ataque hasta que su jefe dio la orden de retirada. Los partidarios de don Alfonso se lanzaron en pos de ellos dando muerte a algunos y haciendo prisioneros a los más. Don Alfonso y don Rodrigo, escoltados por un grupo de los suyos, dieron alcance al traidor que huía cobardemente para guarecerse en su palacio. No hubo conmiseración para él. Fue decapitado allí mismo. Los pocos que aún lo seguían depusieron en el acto las armas.
Don Alfonso, acompañado por su tío, por su primo y por todo su ejército, entró triunfante en las calles de Oviedo. Casi todo el mundo salió a aclamarlo como nuevo rey de Asturias. Había algunas gentes que simpatizaban con el derrotado traidor, pero la mayoría eran partidarios del nuevo rey. Él era el legítimo heredero de la corona. Por eso su aclamación era espontánea y sincera. Presentían que con el nuevo rey había llegado la paz y la estabilidad y que eso les reportaría tranquilidad y bienestar, que era lo único que deseaban. El rey agradecía las muestras de adhesión y simpatía que le mostraban sus súbditos mientras atravesaba las calles de la ciudad en dirección a su palacio. Luego se encerró en el mismo con sus allegados para descansar del largo viaje y de la agotadora batalla librada contra su enemigo.

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