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Los
rigores del verano ya habían quedado atrás. Don Alfonso había
vivido en compañía de su tío y de sus primos unos meses
inolvidables que le habían hecho olvidar, en parte, los agobios que
oprimían su corazón. No olvidaría tan fácilmente las incontables
jornadas de caza que había vivido al lado de su tío y de su primo
Diego. Éste era un gran diestro con el arco y con la ballesta, con
los que lograba abatir tanto piezas menores como mayores. Don
Rodrigo, por su parte, era un maestro de la cetrería. Tenía varias
aves de entre las que destacaban un halcón peregrino y un águila
real. Constituía un espectáculo maravilloso verlas cazar todo tipo
de caza menor y hasta alguna pieza de caza mayor, sobre todo el
águila real. Más de un ciervo y un gamo abatieron aquella
temporada.
Las
jornadas que no dedicaban a la caza solían emplearlas en pasear por
la vereda del río bajo sus exuberantes y extensas alamedas. En
aquella frondosidad apenas se notaba la severidad del verano. Por su
parte, don Rodrigo agasajaba a su sobrino con continuas fiestas y
espectáculos en su castillo. No quería verlo deprimido, por lo que
no escatimaba esfuerzos y recursos para conseguirlo. Así llegaron a
mediados de septiembre, momento en el cual el conde de Castilla
decidió poner en práctica su plan para atacar y derrocar al
usurpador.
A
lo largo de un mes estuvo reuniendo todos los hombres útiles que
había en su condado capaces de empuñar un arma. Don Alfonso seguía
con especial interés el incremento de hombres dispuestos a luchar
por su causa, que cada día llenaban más el castillo de su tío y
sus inmediaciones. Llegaban de todas partes del condado. Unos a pie y
otros a caballo. Unos mejor armados que otros, pero todos dispuestos
a luchar por su señor. Un día, cuando parecía que ya se hallaban
presentes todos los que podían combatir, el conde los reunió
delante de las murallas de su castillo, porque dentro ya no cabían
de tantos como eran. Después de hacerse el silencio, el conde les
presentó al que sería su futuro rey. Todos lo aclamaron al unísono.
A continuación el conde los exhortó para que no dudaran en dar su
sangre y su vida por él si era necesario.
—Mis
fieles vasallos, aquí tenéis —señalando a don Alfonso— a
vuestro futuro y legítimo rey, que fue derrocado por un felón
cuando aún no había sido coronado, aprovechando la ausencia de don
Alfonso de la corte de Oviedo para hacerse con el poder. Nosotros,
como fieles vasallos suyos, vamos a presentar batalla al usurpador
para devolver la corona a su legítimo dueño.
Todos
asintieron al unísono con un grito ensordecedor.
—Muy
pronto emprenderemos la marcha hacia las Asturias de Oviedo. El viaje
será lento y fatigoso, no exento de dificultades. Tendremos que
atravesar la gran cordillera Cantábrica. Los peligros surgirán por
doquier. Puede que nos veamos sorprendidos en alguna encrucijada por
las tropas del usurpador. Pero eso no ha de arredrarnos de nuestro
objetivo. Tenemos que llegar a Oviedo y recuperar la corona. Para
ello no escatimaremos esfuerzos ni la entrega de nuestras vidas si
fuera necesario.
De
nuevo se oyó un grito unánime de asentimiento.
—Nos
hemos reunido varios millares de hombres. Espero que sea número
suficiente para vencer las tropas del traidor. Lucharemos hasta la
extenuación y nadie dará un paso atrás so pena de muerte para
quien lo haga.
Todos
asintieron con más enardecimiento si cabe que antes. Aquellos
hombres estaban dispuestos a dar su vida por la causa. A nadie de los
allí presentes se le pasaba por la cabeza desertar. Darían su vida
por el rey si era necesario.
—No
olvidaré nunca este servicio que estáis dispuestos a darme —les
prometió don Alfonso—. Si obtenemos la victoria, que no dudo que
lo lograremos, no quedará sin recompensa vuestro esfuerzo y
sacrificio. Hoy es un día grande para mí, que me llena de
satisfacción y orgullo. ¡Ánimo, mis valientes guerreros!
—¡Viva
el rey! —gritaron algunos.
—¡Viva!
—contestaron todos a coro.
Un
murmullo general se extendió entre los asistentes. Los ánimos se
enardecían entre aquellos hombres, fieles al conde y a su futuro
rey. Después de varios intentos por imponer silencio, el conde pudo
tomar de nuevo la palabra.
—Vasallos
míos, ahora vamos a reponer fuerzas con las viandas que os
suministrarán. Luego descansaremos todo el día y, tras un sueño
reparador, mañana al alba partiremos para nuestro destino. Ha
llegado la hora de hacer justicia. ¡Muera el traidor!
—¡Muera!
—gritaron todos a coro.
A
continuación los criados del conde, junto con el personal contratado
al efecto, repartieron entre los presentes todo tipo de viandas que
regaron con abundantes y espumosos caldos de la zona. Ahítos por
tantos manjares y ebrios de tanta bebida, los hombres fueron cayendo
todos en un sopor que los mantuvo dormidos y aletargados hasta la
alborada.
Era
una mañana de finales de octubre. La escarcha de la noche cubría la
hierba y las hojas de los árboles y arbustos. El frío era intenso.
La temperatura no debía de superar los cero grados centígrados. El
cielo estaba aún tachonado de estrellas. Sólo por el saliente se
vislumbraba el nacimiento del nuevo día. Una sutil franja grisácea
comenzaba a percibirse por aquel punto. Los hombres ya se habían
puesto en pie y junto con las caballerías habían comenzado a
moverse. Poco a poco se fue organizando la marcha. Don Alfonso, don
Rodrigo y el primogénito de éste, Diego, la encabezaban. Los demás
siguieron dócilmente en pos de ellos hacia donde los guiaran.
Caminaban
lentamente por el frondoso valle de Amaya. A los hombres de a caballo
se les entumecían los pies y las manos. Los de a pie por el
contrario notaban que poco a poco sus miembros comenzaban a
reaccionar. Ya habían avanzado más de un kilómetro y aún no
amanecía. Sólo por el este se percibía una franja anaranjada más
amplia que a la hora de partir. La luz del día no acababa de llegar.
Los hombres marchaban silenciosos y cabizbajos, sumidos en sus
pensamientos y en una especie de sopor que los mantenía
semidormidos. Las luces del alba fueron inundando paulatinamente todo
el valle. Las cumbres de las montañas comenzaron a dorarse con los
primeros rayos del sol. A continuación un vaho azulado empezó a
ascender lentamente desde el fondo del valle. Era como si en todo él
hubieran encendido una enorme hoguera. Lentamente la escarcha iría
evaporándose con la ayuda de los rayos solares que ya empezaban a
infiltrase por entre el follaje de la arboleda. Las tropas comandadas
por don Alfonso y don Rodrigo tenían por delante unas cuantas
jornadas de penoso viaje hasta alcanzar la capital del reino. Debían
tomárselo con calma.
Atravesaron
praderas y tierras de labor, cumbres y planicies, caminos y veredas,
valles y montañas. Después de vadear el Pisuerga, se dirigieron
hacia el monasterio de San Román de Entrempeñas, donde el abad los
recibió y los honró con su hospitalidad. Desde allí partieron
hacia el río Carrión y de éste hacia el nacimiento del Esla.
Pretendían sortear las altas cumbres de los Picos de Europa por su
parte occidental y atravesar por aquel punto la cordillera
Cantábrica. A medida que se acercaban a la gran cordillera la marcha
se hacía más penosa, debido no sólo a la dificultad por el ascenso
a las altas cumbres, sino también por las inclemencias del tiempo.
Poco antes de llegar a los pies de los Picos de Europa tuvieron que
detener la marcha a causa de la gran nevada caída. Allí
permanecieron varios días hasta que desapareció gran parte de la
nieve y les permitió seguir la marcha no sin ciertas dificultades.
Mientras atravesaban el desfiladero del Sella, don Alfonso y don
Rodrigo vivieron momentos de preocupación y angustia, pues aquel
lugar era idóneo para una emboscada por parte de las tropas del
usurpador. Cuando por fin dieron vista a Cangas de Onís, ambos
adalides respiraron profundamente mientras su corazón volvía a
latir con normalidad. Habían atravesado aquel paso tan peligroso sin
ningún contratiempo.
—¡Por
fin hemos salido a campo algo más abierto! —exclamó don Rodrigo
respirando con más tranquilidad al divisar las primeras casas de
Cangas de Onís y el amplio valle que por allí se extendía.
—Sí,
demos gracias a Dios por habernos librado de una emboscada
—comentó don Alfonso—. No conocía esta zona, pero creo que
hemos elegido el paso más peligroso de estas montañas.
—Tal
vez sí, querido sobrino, aunque mucho me temo que en toda esta
cordillera no hay un paso fácil. Menos mal que parece que el
usurpador aún no sabe nada de nuestra presencia aquí.
—O
quizás lo sepa, pero esperaba que cruzáramos por otro lugar.
—Sea
como fuere, tenemos que estar alerta por lo que pueda suceder.
—Y
lo estaremos, tío. Podéis estar bien seguro que lo estaremos.
Descansaron
aquel día en las inmediaciones de Cangas de Onís para resarcirse de
las fuerzas gastadas en la penosa travesía de la cordillera
Cantábrica, que los había dejado bastante exhaustos, sobre todo a
los hombres de a pie. Aprovecharon la parada para perfilar y ultimar
los detalles del ataque al usurpador. No podían dejar nada al azar
si querían tener éxito. Dos días más tarde se hallaban ya en
Siero. Justo cuando dejaban atrás este caserío, se toparon con las
huestes de Fruela Bermúdez, que les cortaban el paso hacia Oviedo en
una amplia y verde explanada. Ambos ejércitos se enfrentaron en
feroz combate durante horas. Llegada la noche, suspendieron los
enfrentamientos hasta el amanecer del nuevo día. Los combates se
sucedieron a lo largo de una semana. Las fuerzas estaban bastante
igualadas y las bajas eran muy similares en ambos bandos. El octavo
día de contienda la balanza comenzó a inclinarse a favor de don
Alfonso. Muchos de los que combatían contra él, al ver el giro que
tomaba la batalla, decidieron pasarse a sus filas, pues lo veían ya
vencedor y querían ganarse sus favores. El ejército del traidor
cada vez estaba más diezmado, por lo que poco a poco fueron
retrocediendo en su ataque hasta que su jefe dio la orden de
retirada. Los partidarios de don Alfonso se lanzaron en pos de ellos
dando muerte a algunos y haciendo prisioneros a los más. Don Alfonso
y don Rodrigo, escoltados por un grupo de los suyos, dieron alcance
al traidor que huía cobardemente para guarecerse en su palacio. No
hubo conmiseración para él. Fue decapitado allí mismo. Los pocos
que aún lo seguían depusieron en el acto las armas.
Don
Alfonso, acompañado por su tío, por su primo y por todo su
ejército, entró triunfante en las calles de Oviedo. Casi todo el
mundo salió a aclamarlo como nuevo rey de Asturias. Había algunas
gentes que simpatizaban con el derrotado traidor, pero la mayoría
eran partidarios del nuevo rey. Él era el legítimo heredero de la
corona. Por eso su aclamación era espontánea y sincera. Presentían
que con el nuevo rey había llegado la paz y la estabilidad y que eso
les reportaría tranquilidad y bienestar, que era lo único que
deseaban. El rey agradecía las muestras de adhesión y simpatía que
le mostraban sus súbditos mientras atravesaba las calles de la
ciudad en dirección a su palacio. Luego se encerró en el mismo con
sus allegados para descansar del largo viaje y de la agotadora
batalla librada contra su enemigo.
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