miércoles, 8 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 9



9


Una mañana del mes de junio Jimena, Oneca y Velasquita bordaban primorosamente un juego de cama de fina seda bajo la atenta mirada de su madre doña Dadildis. Preparaban el ajuar de la primogénita.
El día era radiante. En los alrededores del palacio la primavera brillaba en todo su esplendor. Los árboles y arbustos estaban repletos de flores que exhalaban su fragancia por doquier. La luz y el color lo inundaban todo. La campiña entera parecía un vergel. Las niñas deseaban retozar por el campo en vez de continuar sumidas en sus labores.
—Madre, ¿por qué no podemos salir a jugar por el campo con el día tan bueno que hace? —inquirió con cierta inocencia, no exenta de picardía, Velasquita, la más pequeña de las tres.
—Porque tenemos que acabar de bordar todo el ajuar de Jimena. Cuando queramos darnos cuenta, llegará el día de su boda y lo tendremos todo a medias.
—¿Tan pronto se va a casar? —preguntó Oneca.
—Tan pronto no —aclaró la madre—. Pero no podemos dejarlo todo para el último momento.
—¿Y quién será su marido? —balbuceó más que preguntó Velasquita.
—Eso sólo vuestro padre lo sabe —dijo doña Dadildis para no descubrir a las niñas la identidad del futuro esposo de su hija mayor. Ella bien sabía para quién la tenía destinada su padre y doña Jimena también lo sabía. Pero las hermanas más pequeñas no debían saberlo aún, porque no serían capaces de guardar el secreto.
Doña Jimena había sido prometida por su padre, el rey García I Íñiguez de Pamplona, al primogénito del rey de Asturias, Ordoño I. Cuando juntos vencieron a los musulmanes en la batalla de Albelda, el rey García prometió al rey Ordoño la mano de su hija para el mayor de los hijos de éste. Ambos reyes aceptaron el ofrecimiento y aquel día quedó pactado oficialmente el matrimonio entre don Alfonso y doña Jimena. La boda se llevaría a cabo en el momento oportuno.
—Madre, dejadnos salir a jugar un ratito —volvió a demandar Velasquita haciendo un puchero.
—Ya te he dicho que no —insistió su madre mientras contemplaba a sus hijas con cierto aire de severidad. En esto la mayor cruzó una mirada de complicidad con la madre y ésta cambió el tono de voz—. Bueno, si me prometéis que no vais a salir del patio del palacio, os doy permiso para que salgáis a jugar un poco.
Las dos niñas de doce y catorce años, respectivamente, dejaron la tarea que estaban haciendo y salieron corriendo hacia el patio, no sin antes prometerle a la madre que no abandonarían el recinto. Pronto se perdieron las voces infantiles de las niñas por los intrincados salones y pasillos del palacio real. Poco después la madre y la hermana mayor las oyeron gritar y corretear por el patio.
—¡Qué felices son! —se dijo en voz alta, pero como para sí misma, la hermana mayor—. ¡Quién pudiera volver a sus años!
—No digas tonterías, hija. ¡Como si tú fueras tan mayor!
—No soy mayor, madre, pero ya no tengo el candor de una niña.
—Sólo faltaría que tuvieras su candor a tu edad. Pero tampoco es para pensar que eres mayor. Hija, ahora estás en la flor de la vida. Aprovecha estos años que no volverán y éstos sí que los echarás en falta.
Madre e hija continuaban con el bordado. Ya tenían una buena parte del ajuar que Jimena se iba a llevar consigo, pero aún les faltaban varios juegos de cama y otras prendas que esperaban su turno en el arcón.
—Madre, ¿creéis que se celebrará pronto la boda? Nos queda todavía mucho por hacer.
—Pues no lo sé, hija. Eso depende de tu padre y del rey de Asturias. Ellos decidirán cuándo es el momento oportuno. Por eso tenemos que tenerlo todo preparado para cuando llegue ese día.
—¿Y no podríamos dar parte a las sirvientas para que lo bordaran ellas?
—Claro que podríamos darles parte y no sólo parte sino todo, pero yo prefiero que estos bordados salgan de nuestras manos. Así con ellos también te llevas un pedacito de nuestros corazones.
—Gracias, madre. Sois muy buena conmigo.
—No digas tonterías. Lo hago contigo y lo haría con cualquiera de tus hermanas también. Una madre está para ayudar a sus hijas.
En el patio se oían las voces estridentes de las niñas que no cesaban de saltar y corretear. Doña Dadildis y su hija doña Jimena continuaban la labor mientras charlaban animadamente.
—Hija, aunque no sabemos cuándo será el día de tu boda, debes estar preparada para el matrimonio y sobre todo para un matrimonio real como será el tuyo.
—Sí, madre.
—Debes ser siempre respetuosa con tu marido. Debes asimismo ser muy recatada y ocupar un segundo lugar discreto junto a él. Nunca tomes tú las iniciativas ni el protagonismo. Deja que sea él el que vaya siempre por delante. Aunque el hombre pueda admitir alguna vez el consejo de su mujer, no le gusta que ésta se entrometa en sus cosas ni tome decisiones por él. Mucho menos cuando ese hombre es además el rey. Procura mantenerte al margen de las cuestiones de estado. Si alguna vez te pide tu opinión, sé moderada y procura decirle más o menos lo que crees que él espera oír de ti. No debes contrariarlo ni enojarlo. Sé prudente. Cuando esté ocupado en asuntos reales, procura no interrumpirlo si no es por alguna causa de fuerza mayor. No te lo perdonaría. Debes ser solícita para con él y debes mostrarte siempre dispuesta a hacer lo que él desea.
—Procuraré tener en cuenta vuestros consejos, madre, aunque no sé si podré recordarlos todos.
—No te preocupes, hija. Los recordarás todos sin darte cuenta. El día a día te los irá recordando. Y a todo esto, ¿parece que no se oyen las niñas?
Efectivamente, hacía ya unos minutos que habían dejado de oírse sus voces. Oneca y Velasquita aprovecharon que no las vigilaba nadie para salir a corretear por el campo fuera de las puertas del palacio. Aquello era más divertido que jugar en el patio. Allí estaban al aire libre y de cuando en cuando veían pasar a gente del pueblo llano. Éstos no se atrevían a acercarse a las niñas por miedo a las represalias que pudiera haber. Las contemplaban desde lejos con recelo y no sin cierta dosis de envidia. Las niñas, en su inocencia, correteaban y se perseguían alegremente por los prados que rodeaban el palacio real. Los centinelas no las perdían de vista para que nada les ocurriera. Aunque estaban allí sin permiso, ellos sabían que si algo les ocurría a las niñas, pagarían con su vida el descuido.
Cuando doña Dadildis se dio cuenta de la ausencia de sus hijas, ella y doña Jimena dejaron a un lado el bordado y salieron precipitadamente hacia el patio del palacio. Al llegar a la puerta exterior, el centinela las tranquilizó mientras les mostraba a las niñas que jugaban alegremente por el prado. La madre les ordenó regresar al palacio inmediatamente mientras las reconvenía. A pesar de que estaban vigiladas, había sido una gran imprudencia dejarlas solas fuera del recinto palaciego. Si les hubiera ocurrido algo, no se lo perdonaría en su vida. Justo cuando iban a cerrar la puerta del palacio, llegó hasta allí un hombre fatigado y sudoroso.
—No cierren, por favor —decía a grandes voces mientras se acercaba.
—¿Quién eres tú? —le preguntó el centinela.
—Soy un emisario de don Ordoño, rey de Asturias —le decía al tiempo que le mostraba sus credenciales—. Dejadme pasar, por favor. Traigo un mensaje urgente para el rey don García.
El centinela observó con atención el sello de la casa real de Asturias antes de dejar pasar al emisario al recinto interior del palacio. Doña Dadildis y sus hijas estaban expectantes por saber qué noticias portaba el emisario del rey asturiano. ¿Habría llegado el momento de la boda? Pronto lo sabrían. Madre e hijas se retiraron presurosas a las dependencias de la reina para seguir con sus labores. Ahora más que nunca había que darse prisa, pues en cualquier momento podía celebrarse la boda y faltaban todavía muchas prendas por bordar. No había tiempo que perder.
Durante el almuerzo doña Dadildis buscó el momento más oportuno para preguntarle al rey su marido el motivo por el que había ido hasta allí el emisario de don Ordoño. Ellas y sus hijas estaban impacientes por saberlo.
—¿Qué nuevas ha traído el emisario de Ordoño, querido?
—Os las iba a dar al finalizar el almuerzo, esposa mía, pero veo que vuestra impaciencia se ha adelantado. El rey Ordoño ha muerto y ahora se supone que la corona la heredará su hijo Alfonso. De momento no puedo deciros más, porque nada más sé.
—¡Vaya contratiempo! ¿Supongo que Alfonso mantendrá el compromiso de casarse con Jimena?
—Eso espero, querida. Y si no fuera así, se lo tendríamos que recordar.
El almuerzo continuó sin más incidentes. Al término del mismo, la reina y la hija mayor, doña Jimena, se retiraron a los aposentos de aquélla sin pérdida de tiempo. Tenían muchas cosas de qué hablar.
—Ya lo has oído, hija. El rey Ordoño ha muerto sin haber fijado la fecha de la boda. Ahora todo queda en manos de su hijo. No sabemos si él aceptará o rechazará el pacto acordado por tu padre y el suyo.
—Madre, pero tiene que aceptarlo. Su padre se comprometió con el nuestro a esta boda. ¿Qué sería de mí si ahora él rompe su compromiso?
—Esperemos que no lo rompa, aunque es muy libre de hacerlo. El compromiso lo firmó su padre, no él. Por tanto, puede negarse a llevarlo a cabo, aunque no creo que lo haga.
—Que Dios os oiga, madre, y que lo cumpla. Aunque todavía no lo conozco, me parece que ya no podría vivir sin él. ¡Me he hecho tantas ilusiones…!
La infanta se reclinó sobre el regazo de su madre mientras dos gruesas lágrimas le resbalaron por sus mejillas y de su garganta surgían profundos y conmovedores suspiros.
—Cálmate, hija. No llores, que entristeces mi corazón. Además, no tenemos que dar nada por perdido. Tenemos que esperar acontecimientos. No nos precipitemos.
Doña Jimena abandonó el regazo de su madre entre sollozos.
—Mira cómo te has puesto. Sécate esas lágrimas y límpiate un poco —la madre le ofreció un pañuelo—. Ahora vamos a seguir con el bordado a ver si te sirve de distracción. Es mejor que no pienses en ello.
—¿Creéis que puedo olvidarlo tan fácilmente, madre?
—Ya sé que no, pero debes intentarlo al menos.
—Lo intentaré, madre, aunque no os prometo nada.
Madre e hija continuaron con la tarea. Poco después llegaron las dos hermanas más pequeñas. Éstas, ajenas a lo ocurrido, hablaban y reían alegremente. La mayor, para no delatarse, tuvo que hacer un gran esfuerzo para seguir su charla como si nada hubiera pasado.


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