9
Una mañana del mes de junio
Jimena, Oneca y Velasquita bordaban primorosamente un juego de cama
de fina seda bajo la atenta mirada de su madre doña Dadildis.
Preparaban el ajuar de la primogénita.
El
día era radiante. En los alrededores del palacio la primavera
brillaba en todo su esplendor. Los árboles y arbustos estaban
repletos de flores que exhalaban su fragancia por doquier. La luz y
el color lo inundaban todo. La campiña entera parecía un vergel.
Las niñas deseaban retozar por el campo en vez de continuar sumidas
en sus labores.
—Madre,
¿por qué no podemos salir a jugar por el campo con el día tan
bueno que hace? —inquirió con cierta inocencia, no exenta de
picardía, Velasquita, la más pequeña de las tres.
—Porque
tenemos que acabar de bordar todo el ajuar de Jimena. Cuando queramos
darnos cuenta, llegará el día de su boda y lo tendremos todo a
medias.
—¿Tan
pronto se va a casar? —preguntó Oneca.
—Tan
pronto no —aclaró la madre—. Pero no podemos dejarlo todo para
el último momento.
—¿Y
quién será su marido? —balbuceó más que preguntó Velasquita.
—Eso
sólo vuestro padre lo sabe —dijo doña Dadildis para no descubrir
a las niñas la identidad del futuro esposo de su hija mayor. Ella
bien sabía para quién la tenía destinada su padre y doña Jimena
también lo sabía. Pero las hermanas más pequeñas no debían
saberlo aún, porque no serían capaces de guardar el secreto.
Doña
Jimena había sido prometida por su padre, el rey García I Íñiguez
de Pamplona, al primogénito del rey de Asturias, Ordoño I. Cuando
juntos vencieron a los musulmanes en la batalla de Albelda, el rey
García prometió al rey Ordoño la mano de su hija para el mayor de
los hijos de éste. Ambos reyes aceptaron el ofrecimiento y aquel día
quedó pactado oficialmente el matrimonio entre don Alfonso y doña
Jimena. La boda se llevaría a cabo en el momento oportuno.
—Madre,
dejadnos salir a jugar un ratito —volvió a demandar Velasquita
haciendo un puchero.
—Ya
te he dicho que no —insistió su madre mientras contemplaba a sus
hijas con cierto aire de severidad. En esto la mayor cruzó una
mirada de complicidad con la madre y ésta cambió el tono de voz—.
Bueno, si me prometéis que no vais a salir del patio del palacio,
os doy permiso para que salgáis a jugar un poco.
Las
dos niñas de doce y catorce años, respectivamente, dejaron la tarea
que estaban haciendo y salieron corriendo hacia el patio, no sin
antes prometerle a la madre que no abandonarían el recinto. Pronto
se perdieron las voces infantiles de las niñas por los intrincados
salones y pasillos del palacio real. Poco después la madre y la
hermana mayor las oyeron gritar y corretear por el patio.
—¡Qué
felices son! —se dijo en voz alta, pero como para sí misma, la
hermana mayor—. ¡Quién pudiera volver a sus años!
—No
digas tonterías, hija. ¡Como si tú fueras tan mayor!
—No
soy mayor, madre, pero ya no tengo el candor de una niña.
—Sólo
faltaría que tuvieras su candor a tu edad. Pero tampoco es para
pensar que eres mayor. Hija, ahora estás en la flor de la vida.
Aprovecha estos años que no volverán y éstos sí que los echarás
en falta.
Madre
e hija continuaban con el bordado. Ya tenían una buena parte del
ajuar que Jimena se iba a llevar consigo, pero aún les faltaban
varios juegos de cama y otras prendas que esperaban su turno en el
arcón.
—Madre,
¿creéis que se celebrará pronto la boda? Nos queda todavía mucho
por hacer.
—Pues
no lo sé, hija. Eso depende de tu padre y del rey de Asturias. Ellos
decidirán cuándo es el momento oportuno. Por eso tenemos que
tenerlo todo preparado para cuando llegue ese día.
—¿Y
no podríamos dar parte a las sirvientas para que lo bordaran ellas?
—Claro
que podríamos darles parte y no sólo parte sino todo, pero yo
prefiero que estos bordados salgan de nuestras manos. Así con ellos
también te llevas un pedacito de nuestros corazones.
—Gracias,
madre. Sois muy buena conmigo.
—No
digas tonterías. Lo hago contigo y lo haría con cualquiera de tus
hermanas también. Una madre está para ayudar a sus hijas.
En
el patio se oían las voces estridentes de las niñas que no cesaban
de saltar y corretear. Doña Dadildis y su hija doña Jimena
continuaban la labor mientras charlaban animadamente.
—Hija,
aunque no sabemos cuándo será el día de tu boda, debes estar
preparada para el matrimonio y sobre todo para un matrimonio real
como será el tuyo.
—Sí,
madre.
—Debes
ser siempre respetuosa con tu marido. Debes asimismo ser muy recatada
y ocupar un segundo lugar discreto junto a él. Nunca tomes tú las
iniciativas ni el protagonismo. Deja que sea él el que vaya siempre
por delante. Aunque el hombre pueda admitir alguna vez el consejo de
su mujer, no le gusta que ésta se entrometa en sus cosas ni tome
decisiones por él. Mucho menos cuando ese hombre es además el rey.
Procura mantenerte al margen de las cuestiones de estado. Si alguna
vez te pide tu opinión, sé moderada y procura decirle más o menos
lo que crees que él espera oír de ti. No debes contrariarlo ni
enojarlo. Sé prudente. Cuando esté ocupado en asuntos reales,
procura no interrumpirlo si no es por alguna causa de fuerza mayor.
No te lo perdonaría. Debes ser solícita para con él y debes
mostrarte siempre dispuesta a hacer lo que él desea.
—Procuraré
tener en cuenta vuestros consejos, madre, aunque no sé si podré
recordarlos todos.
—No
te preocupes, hija. Los recordarás todos sin darte cuenta. El día a
día te los irá recordando. Y a todo esto, ¿parece que no se oyen
las niñas?
Efectivamente,
hacía ya unos minutos que habían dejado de oírse sus voces. Oneca
y Velasquita aprovecharon que no las vigilaba nadie para salir a
corretear por el campo fuera de las puertas del palacio. Aquello era
más divertido que jugar en el patio. Allí estaban al aire libre y
de cuando en cuando veían pasar a gente del pueblo llano. Éstos no
se atrevían a acercarse a las niñas por miedo a las represalias que
pudiera haber. Las contemplaban desde lejos con recelo y no sin
cierta dosis de envidia. Las niñas, en su inocencia, correteaban y
se perseguían alegremente por los prados que rodeaban el palacio
real. Los centinelas no las perdían de vista para que nada les
ocurriera. Aunque estaban allí sin permiso, ellos sabían que si
algo les ocurría a las niñas, pagarían con su vida el descuido.
Cuando
doña Dadildis se dio cuenta de la ausencia de sus hijas, ella y doña
Jimena dejaron a un lado el bordado y salieron precipitadamente hacia
el patio del palacio. Al llegar a la puerta exterior, el centinela
las tranquilizó mientras les mostraba a las niñas que jugaban
alegremente por el prado. La madre les ordenó regresar al palacio
inmediatamente mientras las reconvenía. A pesar de que estaban
vigiladas, había sido una gran imprudencia dejarlas solas fuera del
recinto palaciego. Si les hubiera ocurrido algo, no se lo perdonaría
en su vida. Justo cuando iban a cerrar la puerta del palacio, llegó
hasta allí un hombre fatigado y sudoroso.
—No
cierren, por favor —decía a grandes voces mientras se acercaba.
—¿Quién
eres tú? —le preguntó el centinela.
—Soy
un emisario de don Ordoño, rey de Asturias —le decía al tiempo
que le mostraba sus credenciales—. Dejadme pasar, por favor. Traigo
un mensaje urgente para el rey don García.
El
centinela observó con atención el sello de la casa real de Asturias
antes de dejar pasar al emisario al recinto interior del palacio.
Doña Dadildis y sus hijas estaban expectantes por saber qué
noticias portaba el emisario del rey asturiano. ¿Habría llegado el
momento de la boda? Pronto lo sabrían. Madre e hijas se retiraron
presurosas a las dependencias de la reina para seguir con sus
labores. Ahora más que nunca había que darse prisa, pues en
cualquier momento podía celebrarse la boda y faltaban todavía
muchas prendas por bordar. No había tiempo que perder.
Durante
el almuerzo doña Dadildis buscó el momento más oportuno para
preguntarle al rey su marido el motivo por el que había ido hasta
allí el emisario de don Ordoño. Ellas y sus hijas estaban
impacientes por saberlo.
—¿Qué
nuevas ha traído el emisario de Ordoño, querido?
—Os
las iba a dar al finalizar el almuerzo, esposa mía, pero veo que
vuestra impaciencia se ha adelantado. El rey Ordoño ha muerto y
ahora se supone que la corona la heredará su hijo Alfonso. De
momento no puedo deciros más, porque nada más sé.
—¡Vaya
contratiempo! ¿Supongo que Alfonso mantendrá el compromiso de
casarse con Jimena?
—Eso
espero, querida. Y si no fuera así, se lo tendríamos que recordar.
El
almuerzo continuó sin más incidentes. Al término del mismo, la
reina y la hija mayor, doña Jimena, se retiraron a los aposentos de
aquélla sin pérdida de tiempo. Tenían muchas cosas de qué hablar.
—Ya
lo has oído, hija. El rey Ordoño ha muerto sin haber fijado la
fecha de la boda. Ahora todo queda en manos de su hijo. No sabemos si
él aceptará o rechazará el pacto acordado por tu padre y el suyo.
—Madre,
pero tiene que aceptarlo. Su padre se comprometió con el nuestro a
esta boda. ¿Qué sería de mí si ahora él rompe su compromiso?
—Esperemos
que no lo rompa, aunque es muy libre de hacerlo. El compromiso lo
firmó su padre, no él. Por tanto, puede negarse a llevarlo a cabo,
aunque no creo que lo haga.
—Que
Dios os oiga, madre, y que lo cumpla. Aunque todavía no lo conozco,
me parece que ya no podría vivir sin él. ¡Me he hecho tantas
ilusiones…!
La
infanta se reclinó sobre el regazo de su madre mientras dos gruesas
lágrimas le resbalaron por sus mejillas y de su garganta surgían
profundos y conmovedores suspiros.
—Cálmate,
hija. No llores, que entristeces mi corazón. Además, no tenemos que
dar nada por perdido. Tenemos que esperar acontecimientos. No nos
precipitemos.
Doña
Jimena abandonó el regazo de su madre entre sollozos.
—Mira
cómo te has puesto. Sécate esas lágrimas y límpiate un poco —la
madre le ofreció un pañuelo—. Ahora vamos a seguir con el bordado
a ver si te sirve de distracción. Es mejor que no pienses en ello.
—¿Creéis
que puedo olvidarlo tan fácilmente, madre?
—Ya
sé que no, pero debes intentarlo al menos.
—Lo
intentaré, madre, aunque no os prometo nada.
Madre
e hija continuaron con la tarea. Poco después llegaron las dos
hermanas más pequeñas. Éstas, ajenas a lo ocurrido, hablaban y
reían alegremente. La mayor, para no delatarse, tuvo que hacer un
gran esfuerzo para seguir su charla como si nada hubiera pasado.
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