miércoles, 8 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 20


                                                                20


Una calurosa mañana del mes de julio el abad dom Alonso repasaba los libros de cuentas del monasterio ayudado por el mayordomo, fray Amador. A pesar de que hacía tan sólo tres años que había sido inaugurado, las mejoras y el engrandecimiento del monasterio de San Facundo y San Primitivo cada día eran mayores. El número de monjes había aumentado hasta la veintena. Los postulantes cada día eran más. Ya alcanzaban una treintena y cada vez eran más los hijos de los colonos que preferían encerrarse en los muros de la abadía antes que dedicarse al pastoreo de los animales o a las labores del campo. Los ingresos económicos del cenobio crecían de día en día. Los excedentes de todo tipo de productos iban en aumento. Su venta proporcionaba pingües beneficios a la comunidad, como podía comprobar el abad a través de los libros. Parte de esas riquezas las había destinado a ampliar y embellecer la iglesia y el atrio del propio monasterio a través de bellas esculturas y otras obras de arte. También había querido destinar una parte de esos ingresos a fundar una biblioteca que ayudaría a formar a los nuevos monjes. El padre abad estaba orgulloso de su obra. Apenas habían transcurrido once años desde que pisara aquella tierra y el monasterio por él fundado ya comenzaba a cobrar fama en todo el reino de Asturias.
Fray Amador, ¿me puedes aclarar este apunte de aquí? No lo entiendo muy bien —el abad señalaba una línea del libro de cuentas.
Sí, padre abad. Ese asiento corresponde a la venta de quinientos quesos de oveja el trimestre pasado.
¿Tantos?
Bueno, el trimestre anterior se vendieron cien más, después de haber proveído completamente nuestra despensa.
Veo que nuestros ingresos van bien. En esta otra línea me parece que hay algo anotado sobre corderos.
A ver, padre, permítame vuestra reverencia que le eche una ojeada —fray Amador acercó hacia sí el libro—. Ah, sí. Este asiento corresponde a la venta de cuatrocientos corderos.
¡Vaya, no está mal! —comentó el abad.
No, padre, no está nada mal. Las ventas van en aumento. Tanto los productos agrícolas como los ganaderos y sus derivados cada día son mayores. No nos podemos quejar. Los años vienen bien y los colonos cumplen con lo acordado.
Me parece muy bien, hijo. Que Dios nuestro Señor nos siga proveyendo como hasta ahora y nos dé fuerzas para continuar con nuestra obra. Pero ¿qué alboroto es ése que se oye por ahí fuera?
Un gran tumulto comenzó a oírse fuera de los muros del cenobio. El padre abad y el mayordomo se asomaron a una ventana para ver de qué se trataba. Sus ojos no daban crédito. Por todas partes se veía correr a gentes desesperadas. Mayores y niños gritaban sin saber qué hacer. Unos venían de las tierras de labor con la cara desencajada. Otros entraban en sus casas con grandes voces y gritos. Los de más allá salían de ellas de la misma manera. Aquéllos corrían desesperadamente campo a través. Muchos otros se acercaron a la puerta principal del monasterio suplicando que los dejaran entrar en él. El caos reinaba por todas partes.
Pero ¿qué es esto, fray Amador?
No lo sé, padre abad.
Parece como si todo el mundo se hubiera vuelto loco. Vete a la puerta de entrada a averiguar qué pasa. ¡Señor, es como si todos hubieran perdido de repente la razón!
Padre abad, no hace falta ir a ver qué pasa. Mire vuestra reverencia allá a lo lejos, hacia Calzada del Coto, en dirección a León. ¿No ve qué polvareda viene por allí?
Tienes razón, fray Amador. Ahora la veo. Aquello no puede ser nada bueno. Debe de tratarse de un ataque de los agarenos.
Mucho me temo que esté en lo cierto, padre.
En aquel mismo momento llamaron a la puerta. Era el hermano portero. Entró en la celda del padre abad muy agitado.
Padre abad, nos atacan lo sarracenos. Ya están en Calzada del Coto. No tardarán en llegar aquí. ¿Qué hacemos, padre? Nos matarán a todos.
¡Santo Dios! ¡Pensar que abandonamos Córdoba para evitar sus persecuciones y ahora vamos a sufrir su ira en estas nuevas tierras! Hágase la voluntad del Señor.
Sí, padre, pero mientras tanto, ¿qué hacemos? —volvió a suplicar el hermano portero.
Una sola cosa, rezar —le contestó el padre abad—. Reúne a todos los hermanos en la iglesia. Nos encontraremos allí en breves momentos.
Tal como había ordenado el abad, al cabo de unos minutos todos los monjes se hallaban reunidos en el interior de la iglesia del monasterio. Se encerraron en ella y comenzaron a elevar cantos y plegarias al Señor. Era la mejor arma que podían utilizar contra los atacantes.
Mientras tanto, el grupo de sarracenos, comandado por al-Mundhir, ya estaba a punto de cruzar el Cea. Habían intentado atacar la propia ciudad de León, pero la presencia de las tropas de don Alfonso les hizo desistir de su propósito. Llegaron allí después de una larga correría por tierras de Aragón, La Rioja y Castilla. Ahora, humillados por las tropas reales del rey de Asturias, regresaban a su tierra llenos de odio y de ira. A su paso arrasaban todo lo que encontraban. No dejaban en pie ni moradas ni cosechas. Todo se lo llevaban por delante.
¿Ves ese monasterio ahí delante rodeado de unas cuantas casas? —dijo al-Mundhir a su lugarteniente, el general Hasim, cuando acababan de cruzar el río—. No quiero que quede nada en pie.
A la orden, Alteza.
¡Quemad todas las casas y las cosechas!
Sí, Alteza.
Después atacaremos el monasterio. ¡Que no quede una sola piedra de él en pie!
Los musulmanes imbuidos por la ira de su señor arrasaron todo cuanto encontraron a su paso. No tardó en quedar todo convertido en polvo y cenizas. Casas, cosechas, ganados, aperos, utensilios. Los pobres infelices que no tuvieron donde cobijarse fueron pasados a cuchillo y otros murieron carbonizados entre las llamas. Una vez acabado con todo esto, se ensañaron con el monasterio del que derribaron parte de sus muros y prendieron fuego a puertas y ventanas. Algunos de los atacantes pudieron penetrar en su interior y llevar a cabo muchos destrozos. Pero su solidez resistió a los intentos de destrucción de los árabes, que tuvieron que abandonarlo por miedo a que les dieran alcance las tropas de don Alfonso. Los monjes y gentes que se habían refugiado en él salieron ilesos del ataque.
Alteza, vámonos ya. Las tropas cristianas pueden haber salido en nuestra persecución y darnos alcance —imploró el lugarteniente de los sarracenos a al-Mundhir.
De aquí no se va nadie hasta haber convertido en cenizas este monasterio. Que no quede una sola piedra en pie.
Pero, Alteza, os pido que entréis en razón. Qué más os da arrasarlo o no. Es mucho más importante que nos salvemos todos nosotros.
No quiero que quede ni uno solo de sus moradores con vida.
Alteza, os ruego que no seáis tan contumaz. Mirad un poco por el bien de vuestros vasallos. ¿Qué pasaría si ahora se nos echara encima el ejército de los cristianos? Sin darnos cuenta acabarían con nosotros. Por el bien de todos vuestros incondicionales aquí presentes, marchémonos ahora que estamos a tiempo.
El príncipe cedió al fin ante los ruegos de su sensato lugarteniente el general Hasim. Poco después partían hacia el sur camino de su reino, pero el espectáculo de desolación que dejaban atrás era inconmensurable. Excepto el monasterio, todo lo demás había sido pasto de las llamas. No se veían más que ruinas y despojos por doquier. Por cualquier parte que se extendiera la vista sólo se veían escombros y cenizas. Lo que unas horas antes había sido un auténtico paraíso, ahora era un infierno. Los frutos del campo habían sido todos quemados o destruidos. Las moradas de los colonos, arrasadas por el fuego. La mayor parte de los animales, aniquilados o llevados como botín. Allí tan sólo reinaba el caos y la desolación.
Poco a poco los que se habían refugiado en la abadía la fueron abandonando. Al salir al exterior de sus muros y contemplar aquel dantesco panorama, no podían reprimir su abatimiento. Todo eran llantos, gritos, lamentos, desesperación.
¿Qué vamos a hacer ahora? —gritaban unos.
¿Qué será de nosotros? —se lamentaban otros.
Con nuestras cosechas arrasadas nos vamos a morir de hambre —sentenciaban los más.
¿Qué pecado hemos cometido para que nos castiguen de esta manera? —profería alguien.
Entretanto, los monjes y el propio padre abad salieron al exterior del monasterio para contemplar el desastre que habían ocasionado los malvados infieles en sus posesiones. Al verlo se quedaron atónitos. No esperaban que los daños pudieran llegar a tanto. En una rápida valoración, el padre abad junto con el prior y el ecónomo se percataron de la magnitud de la catástrofe. Se había perdido el ciento por ciento de la cosecha y todas las casas de los colonos. Los rebaños habían sido diezmados. El propio monasterio había sufrido graves daños, aunque se podría salvar en su conjunto con una fuerte inversión. Todo por lo que habían luchado durante aquellos once años se había venido abajo en un abrir y cerrar de ojos. La única solución que les quedaba era volver a empezar. El padre abad, ante la desolación de los monjes y de los colonos supervivientes, se vio obligado a dirigirles unas palabras.
Ya he visto y he valorado el daño tan terrible que nos han causado los infieles. Lo hemos perdido prácticamente todo. Tan sólo nos queda lo que hay almacenado en nuestras despensas y graneros. Tendremos que racionarlo para que haya para todos y para la nueva siembra. Estoy seguro que lo conseguiremos con la gracia de Dios. También estoy seguro que el Señor nos ha puesto a prueba y que la superaremos. Todos juntos saldremos adelante, hijos míos.
Y cuando se acaben las provisiones del monasterio, ¿qué comeremos? —gritó uno.
¿Con qué trabajaremos la tierra si nos lo han quemado todo? —añadió otro.
¿Cómo podremos acarrear los materiales para construir nuestras casas si no tenemos medios? —porfió un tercero.
Dios proveerá, hijos míos. Tened fe en Dios y Él os protegerá.
Con la fe sola no comeremos —se atrevió a decir alguien.
Hijo mío, no peques contra Dios, pues te castigará. Recordad todos cómo Cristo nuestro Señor multiplicó los panes y los peces para satisfacer las necesidades de la multitud que lo seguía. Tened fe en Él y Él os ayudará. Y ahora vamos a entrar todos a la iglesia para celebrar un acto de desagravio al Señor. Luego ya dispondremos algo.

Los meses siguientes estuvieron llenos de privaciones y de dolor por parte de todos, monjes y colonos. El abad dispuso que algunos de los monjes más jóvenes, acompañados por una docena de postulantes y varios hombres del poblado, recorrieran las comarcas vecinas para recolectar alimentos con los que complementar las reservas del monasterio. Los más habilidosos para la caza y la pesca se dedicarían a estas actividades para suministrar carne y pescado fresco a la comunidad. Entre los que quedaban, unos acarrearían los materiales para la reconstrucción de las viviendas. Otros las repararían. El resto labraría y prepararía la tierra para sembrarla cuando llegara el momento. Todos trabajarían codo con codo para superar la difícil situación en que los había dejado el ataque de al-Mundhir. Entre todos lograrían rehacer lo destruido. Y así fue como ocurrió. Al cabo de un año el monasterio y sus colonos habían logrado retornar a una relativa normalidad. Se había reconstruido parte de las viviendas. Habían labrado y sembrado parte de las sernas dedicadas al cultivo. Los rebaños habían vuelto a crecer. Los alimentos ya no escaseaban. Hasta se había restaurado parte de los desperfectos sufridos por el monasterio, aunque los más graves tendrían que esperar la ayuda que les había prometido el rey don Alfonso. Pero el esplendor que había tenido el monasterio no se había vuelto a recuperar. Pasarían años para que ocurriera esto. No obstante, el abad dom Alonso después de todo se sentía satisfecho de sus monjes y de sus colonos. Entre todos habían logrado superar con honor aquella terrible prueba.


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