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Una calurosa mañana del mes
de julio el abad dom Alonso repasaba los libros de cuentas del
monasterio ayudado por el mayordomo, fray Amador. A pesar de que
hacía tan sólo tres años que había sido inaugurado, las mejoras y
el engrandecimiento del monasterio de San Facundo y San Primitivo
cada día eran mayores. El número de monjes había aumentado hasta
la veintena. Los postulantes cada día eran más. Ya alcanzaban una
treintena y cada vez eran más los hijos de los colonos que preferían
encerrarse en los muros de la abadía antes que dedicarse al pastoreo
de los animales o a las labores del campo. Los ingresos económicos
del cenobio crecían de día en día. Los excedentes de todo tipo de
productos iban en aumento. Su venta proporcionaba pingües beneficios
a la comunidad, como podía comprobar el abad a través de los
libros. Parte de esas riquezas las había destinado a ampliar y
embellecer la iglesia y el atrio del propio monasterio a través de
bellas esculturas y otras obras de arte. También había querido
destinar una parte de esos ingresos a fundar una biblioteca que
ayudaría a formar a los nuevos monjes. El padre abad estaba
orgulloso de su obra. Apenas habían transcurrido once años desde
que pisara aquella tierra y el monasterio por él fundado ya
comenzaba a cobrar fama en todo el reino de Asturias.
—Fray Amador, ¿me puedes
aclarar este apunte de aquí? No lo entiendo muy bien —el abad
señalaba una línea del libro de cuentas.
—Sí, padre abad. Ese
asiento corresponde a la venta de quinientos quesos de oveja el
trimestre pasado.
—¿Tantos?
—Bueno, el trimestre
anterior se vendieron cien más, después de haber proveído
completamente nuestra despensa.
—Veo que nuestros ingresos
van bien. En esta otra línea me parece que hay algo anotado sobre
corderos.
—A ver, padre, permítame
vuestra reverencia que le eche una ojeada —fray Amador acercó
hacia sí el libro—. Ah, sí. Este asiento corresponde a la venta
de cuatrocientos corderos.
—¡Vaya, no está mal!
—comentó el abad.
—No, padre, no está nada
mal. Las ventas van en aumento. Tanto los productos agrícolas como
los ganaderos y sus derivados cada día son mayores. No nos podemos
quejar. Los años vienen bien y los colonos cumplen con lo acordado.
—Me parece muy bien, hijo.
Que Dios nuestro Señor nos siga proveyendo como hasta ahora y nos dé
fuerzas para continuar con nuestra obra. Pero ¿qué alboroto es ése
que se oye por ahí fuera?
Un gran tumulto comenzó a
oírse fuera de los muros del cenobio. El padre abad y el mayordomo
se asomaron a una ventana para ver de qué se trataba. Sus ojos no
daban crédito. Por todas partes se veía correr a gentes
desesperadas. Mayores y niños gritaban sin saber qué hacer. Unos
venían de las tierras de labor con la cara desencajada. Otros
entraban en sus casas con grandes voces y gritos. Los de más allá
salían de ellas de la misma manera. Aquéllos corrían
desesperadamente campo a través. Muchos otros se acercaron a la
puerta principal del monasterio suplicando que los dejaran entrar en
él. El caos reinaba por todas partes.
—Pero ¿qué es esto, fray
Amador?
—No lo sé, padre abad.
—Parece como si todo el
mundo se hubiera vuelto loco. Vete a la puerta de entrada a averiguar
qué pasa. ¡Señor, es como si todos hubieran perdido de repente la
razón!
—Padre abad, no hace falta
ir a ver qué pasa. Mire vuestra reverencia allá a lo lejos, hacia
Calzada del Coto, en dirección a León. ¿No ve qué polvareda viene
por allí?
—Tienes razón, fray Amador.
Ahora la veo. Aquello no puede ser nada bueno. Debe de tratarse de un
ataque de los agarenos.
—Mucho me temo que esté en
lo cierto, padre.
En aquel mismo momento
llamaron a la puerta. Era el hermano portero. Entró en la celda del
padre abad muy agitado.
—Padre abad, nos atacan lo
sarracenos. Ya están en Calzada del Coto. No tardarán en llegar
aquí. ¿Qué hacemos, padre? Nos matarán a todos.
—¡Santo Dios! ¡Pensar que
abandonamos Córdoba para evitar sus persecuciones y ahora vamos a
sufrir su ira en estas nuevas tierras! Hágase la voluntad del Señor.
—Sí, padre, pero mientras
tanto, ¿qué hacemos? —volvió a suplicar el hermano portero.
—Una sola cosa, rezar —le
contestó el padre abad—. Reúne a todos los hermanos en la
iglesia. Nos encontraremos allí en breves momentos.
Tal como había ordenado el
abad, al cabo de unos minutos todos los monjes se hallaban reunidos
en el interior de la iglesia del monasterio. Se encerraron en ella y
comenzaron a elevar cantos y plegarias al Señor. Era la mejor arma
que podían utilizar contra los atacantes.
Mientras tanto, el grupo de
sarracenos, comandado por al-Mundhir, ya estaba a punto de cruzar el
Cea. Habían intentado atacar la propia ciudad de León, pero la
presencia de las tropas de don Alfonso les hizo desistir de su
propósito. Llegaron allí después de una larga correría por
tierras de Aragón, La Rioja y Castilla. Ahora, humillados por las
tropas reales del rey de Asturias, regresaban a su tierra llenos de
odio y de ira. A su paso arrasaban todo lo que encontraban. No
dejaban en pie ni moradas ni cosechas. Todo se lo llevaban por
delante.
—¿Ves ese monasterio ahí
delante rodeado de unas cuantas casas? —dijo al-Mundhir a su
lugarteniente, el general Hasim, cuando acababan de cruzar el río—.
No quiero que quede nada en pie.
—A la orden, Alteza.
—¡Quemad todas las casas y
las cosechas!
—Sí, Alteza.
—Después atacaremos el
monasterio. ¡Que no quede una sola piedra de él en pie!
Los musulmanes imbuidos por la
ira de su señor arrasaron todo cuanto encontraron a su paso. No
tardó en quedar todo convertido en polvo y cenizas. Casas, cosechas,
ganados, aperos, utensilios. Los pobres infelices que no tuvieron
donde cobijarse fueron pasados a cuchillo y otros murieron
carbonizados entre las llamas. Una vez acabado con todo esto, se
ensañaron con el monasterio del que derribaron parte de sus muros y
prendieron fuego a puertas y ventanas. Algunos de los atacantes
pudieron penetrar en su interior y llevar a cabo muchos destrozos.
Pero su solidez resistió a los intentos de destrucción de los
árabes, que tuvieron que abandonarlo por miedo a que les dieran
alcance las tropas de don Alfonso. Los monjes y gentes que se habían
refugiado en él salieron ilesos del ataque.
—Alteza, vámonos ya. Las
tropas cristianas pueden haber salido en nuestra persecución y
darnos alcance —imploró el lugarteniente de los sarracenos a
al-Mundhir.
—De aquí no se va nadie
hasta haber convertido en cenizas este monasterio. Que no quede una
sola piedra en pie.
—Pero, Alteza, os pido que
entréis en razón. Qué más os da arrasarlo o no. Es mucho más
importante que nos salvemos todos nosotros.
—No quiero que quede ni uno
solo de sus moradores con vida.
—Alteza, os ruego que no
seáis tan contumaz. Mirad un poco por el bien de vuestros vasallos.
¿Qué pasaría si ahora se nos echara encima el ejército de los
cristianos? Sin darnos cuenta acabarían con nosotros. Por el bien de
todos vuestros incondicionales aquí presentes, marchémonos ahora
que estamos a tiempo.
El príncipe cedió al fin
ante los ruegos de su sensato lugarteniente el general Hasim. Poco
después partían hacia el sur camino de su reino, pero el
espectáculo de desolación que dejaban atrás era inconmensurable.
Excepto el monasterio, todo lo demás había sido pasto de las
llamas. No se veían más que ruinas y despojos por doquier. Por
cualquier parte que se extendiera la vista sólo se veían escombros
y cenizas. Lo que unas horas antes había sido un auténtico paraíso,
ahora era un infierno. Los frutos del campo habían sido todos
quemados o destruidos. Las moradas de los colonos, arrasadas por el
fuego. La mayor parte de los animales, aniquilados o llevados como
botín. Allí tan sólo reinaba el caos y la desolación.
Poco a poco los que se habían
refugiado en la abadía la fueron abandonando. Al salir al exterior
de sus muros y contemplar aquel dantesco panorama, no podían
reprimir su abatimiento. Todo eran llantos, gritos, lamentos,
desesperación.
—¿Qué vamos a hacer ahora?
—gritaban unos.
—¿Qué será de nosotros?
—se lamentaban otros.
—Con nuestras cosechas
arrasadas nos vamos a morir de hambre —sentenciaban los
más.
—¿Qué pecado hemos
cometido para que nos castiguen de esta manera? —profería alguien.
Entretanto, los monjes y el
propio padre abad salieron al exterior del monasterio para contemplar
el desastre que habían ocasionado los malvados infieles en sus
posesiones. Al verlo se quedaron atónitos. No esperaban que los
daños pudieran llegar a tanto. En una rápida valoración, el padre
abad junto con el prior y el ecónomo se percataron de la magnitud de
la catástrofe. Se había perdido el ciento por ciento de la cosecha
y todas las casas de los colonos. Los rebaños habían sido
diezmados. El propio monasterio había sufrido graves daños, aunque
se podría salvar en su conjunto con una fuerte inversión. Todo por
lo que habían luchado durante aquellos once años se había venido
abajo en un abrir y cerrar de ojos. La única solución que les
quedaba era volver a empezar. El padre abad, ante la desolación de
los monjes y de los colonos supervivientes, se vio obligado a
dirigirles unas palabras.
—Ya he visto y he valorado
el daño tan terrible que nos han causado los infieles. Lo hemos
perdido prácticamente todo. Tan sólo nos queda lo que hay
almacenado en nuestras despensas y graneros. Tendremos que racionarlo
para que haya para todos y para la nueva siembra. Estoy seguro que lo
conseguiremos con la gracia de Dios. También estoy seguro que el
Señor nos ha puesto a prueba y que la superaremos. Todos juntos
saldremos adelante, hijos míos.
—Y cuando se acaben las
provisiones del monasterio, ¿qué comeremos? —gritó uno.
—¿Con qué trabajaremos la
tierra si nos lo han quemado todo? —añadió otro.
—¿Cómo podremos acarrear
los materiales para construir nuestras casas si no tenemos medios?
—porfió un tercero.
—Dios proveerá, hijos míos.
Tened fe en Dios y Él os protegerá.
—Con la fe sola no comeremos
—se atrevió a decir alguien.
—Hijo mío, no peques contra
Dios, pues te castigará. Recordad todos cómo Cristo nuestro Señor
multiplicó los panes y los peces para satisfacer las necesidades de
la multitud que lo seguía. Tened fe en Él y Él os ayudará. Y
ahora vamos a entrar todos a la iglesia para celebrar un acto de
desagravio al Señor. Luego ya dispondremos algo.
Los meses siguientes
estuvieron llenos de privaciones y de dolor por parte de todos,
monjes y colonos. El abad dispuso que algunos de los monjes más
jóvenes, acompañados por una docena de postulantes y varios hombres
del poblado, recorrieran las comarcas vecinas para recolectar
alimentos con los que complementar las reservas del monasterio. Los
más habilidosos para la caza y la pesca se dedicarían a estas
actividades para suministrar carne y pescado fresco a la comunidad.
Entre los que quedaban, unos acarrearían los materiales para la
reconstrucción de las viviendas. Otros las repararían. El resto
labraría y prepararía la tierra para sembrarla cuando llegara el
momento. Todos trabajarían codo con codo para superar la difícil
situación en que los había dejado el ataque de al-Mundhir. Entre
todos lograrían rehacer lo destruido. Y así fue como ocurrió. Al
cabo de un año el monasterio y sus colonos habían logrado retornar
a una relativa normalidad. Se había reconstruido parte de las
viviendas. Habían labrado y sembrado parte de las sernas dedicadas
al cultivo. Los rebaños habían vuelto a crecer. Los alimentos ya no
escaseaban. Hasta se había restaurado parte de los desperfectos
sufridos por el monasterio, aunque los más graves tendrían que
esperar la ayuda que les había prometido el rey don Alfonso. Pero el
esplendor que había tenido el monasterio no se había vuelto a
recuperar. Pasarían años para que ocurriera esto. No obstante, el
abad dom Alonso después de todo se sentía satisfecho de sus monjes
y de sus colonos. Entre todos habían logrado superar con honor
aquella terrible prueba.
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