miércoles, 8 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 19


19


Una templada mañana de mayo el rey paseaba por los jardines de su palacio en compañía del obispo de Oviedo, monseñor Hermenegildo, y del abad del monasterio de San Vicente, dom Ponce. Repasaban los proyectos de arquitectura eclesiástica que el rey había puesto en marcha para engrandecer la Iglesia de Oviedo. Ya había llevado a cabo varios proyectos civiles para asegurar y embellecer la ciudad, como la ampliación de sus barrios y el reforzamiento de sus murallas. Mandó construir la Foncalada para orgullo de sus habitantes, así como otras mejoras para hacer más grata la vida en aquella ciudad que seguía siendo su residencia habitual, a pesar de haber trasladado la mayor parte de su corte y sus huestes a León por hallarse situada ésta en un punto más estratégico dentro del reino.
Oviedo, además de la catedral, ya poseía varias iglesias y monasterios, por lo que ahora los proyectos del rey se centraban en otras zonas de la provincia. Quería crear un conjunto de edificios reales con una capilla palatina en el valle de Boides. Aquél sería su nuevo lugar de ocio que compartiría con el que ya poseía en el Naranco. También deseaba construir una iglesia al lado del Trubia, que dedicaría a los mártires Adriano y Natalia. La última construcción eclesiástica que tenía intención de llevar a cabo en Asturias era una iglesia dentro del castillo de Gozón, fortaleza que estaba erigiendo junto al litoral para defenderse de los ataques normandos que llegaban por el mar.
¿Qué opináis de mis proyectos, señores?
Me parecen estupendos, Majestad —respondió monseñor—. La Iglesia debe sentirse reforzada al mismo tiempo que el poder real. Ambos constituyen los dos bastiones sobre los que debe apoyarse la reconquista y construcción del reino. Uno complementa al otro. Así, pues, no debéis abandonar, Majestad, los recursos destinados al sostenimiento material y espiritual de la misma.
¿Os parecen pocos los que le estoy destinando, no sólo en la ciudad de Oviedo y en su provincia, sino también en el resto de las tierras reconquistadas? He fundado o ayudado a fundar varias iglesias y monasterios a lo largo y ancho del reino, como los de Coimbra, Mondoñedo y Sahagún. Uno de los que más me llena de orgullo es la nueva basílica de Santiago de Compostela. No hace mucho he accedido a llevar a cabo su construcción a petición del obispo de Iria-Santiago, monseñor Sisnando. Ya se lo había prometido a su predecesor, pero el pobre Ataúlfo abandonó este mundo sin que pudiera ver puesta la primera piedra. Nuestras obligaciones no nos permitieron complacer sus deseos.
Lo sé, Majestad, y es muy loable todo lo que estáis haciendo, pero no debéis desfallecer en vuestro intento. No olvidéis lo que os acabo de decir.
Y no lo olvido, monseñor. Toda mi estrategia para consolidar las nuevas tierras conquistadas al imperio cordobés se basa en el asentamiento de las gentes en ellas. Este asentamiento se consolida fundamentalmente con la fundación de monasterios e iglesias. Alrededor de ellas el pueblo llano se siente más unido y cohesionado. Cuando se reúnen en su recinto para orar y dar culto a Dios, esas gentes sencillas se sienten más próximas unas a las otras. Al mismo tiempo se sienten más protegidas al amparo de los clérigos, que con su sabiduría y su piedad les ayudan a salir de las tinieblas en que se hallan inmersas.
Tenéis toda la razón, Majestad. Si no fuera por la labor de la Iglesia, las gentes se descarriarían como el rebaño que anda sin pastor. Por eso jamás debéis olvidaros de apoyar nuestra labor de evangelización y de guía de la sociedad.
Podéis estar tranquilo, monseñor. Y cambiando de tema, me gustaría fundar también una gran biblioteca en el propio palacio real. Ya hace tiempo que he comenzado a recopilar la crónica de nuestro reino y la de los últimos reyes visigodos. Pero quisiera profundizar aún más en el saber. Por eso me gustaría comenzar de inmediato esta obra.
El rey y sus egregios acompañantes tomaron asiento en un banco que había a la sombra de un centenario castaño. Aunque la temperatura era bastante suave, el sol comenzaba ya a dejar sentir sus efectos.
Es una idea digna de Vos, Señor. El proyecto me parece fantástico.
Os agradezco vuestra opinión, monseñor, pero, ¿qué opináis vos, dom Ponce?
Majestad, opino lo mismo que monseñor. Me parece una idea fantástica, que, además de enriqueceros intelectualmente a Vos, servirá para transmitir estos conocimientos a la posteridad.
Estáis en lo cierto, reverendo. Mi propósito no es sólo la satisfacción personal, sino la difusión de estos conocimientos a los siglos venideros. Mi proyecto, como ya sabéis, es el de la unificación de toda España. Es un proyecto arduo y lento que yo no veré acabado por supuesto, pero es un proyecto que se quedaría mutilado si no nos ocupamos también del saber y de la recopilación de los hechos históricos más importantes acaecidos en el reino.
Negros nubarrones comenzaron a tapar el sol y una suave brisa se dejaba sentir bajo el castaño en el que se habían cobijado. El rey y sus ilustres acompañantes abandonaron el lugar para recogerse en el interior del palacio. No tardaron en hallarse cómodamente sentados en el despacho real.
Ya hace tiempo que he mandado adecuar una gran sala del ala oeste del palacio para albergar la futura biblioteca. Las obras están muy avanzadas. Tan sólo falta por instalar parte del mobiliario. Puedo afirmar que en estos momentos ya se podría inaugurar. Pero me falta lo más importante, la persona que la ha de dirigir. He repasado muchos nombres y he tenido más de una propuesta. Entre todos los nombres propuestos, alguno de ellos podría desempeñar ese cargo con más o menos acierto, pero ninguno me satisface plenamente. Tan sólo hay una persona que encuentro idónea para desempeñarlo. Y esa persona no es otra que fray Dulcidio.
Pero, Señor, fray Dulcidio es insustituible en el monasterio.
Lo sé, dom Ponce, pero su lugar a partir de ahora estará en palacio.
Señor, al menos le pido que pueda pernoctar en el monasterio y que pueda dedicar alguna hora del día a nuestra biblioteca y nuestro scriptorium.
Lo siento, reverendo. Tendrá que dedicar todo su tiempo a mi empresa. Cuando lo elegí para escribir la Crónica, ya le dije que me gustaría seguir muy de cerca su trabajo. No encuentro otra forma de hacerlo más que ésta, con él a mi lado. Así que a partir de hoy mismo dispondréis lo necesario para que se traslade a palacio. Al principio podrá retornar al monasterio cada día para pernoctar. Luego ya veremos, pues su dedicación a la magna obra que me he propuesto ha de ser exclusiva. Aquí dispondrá de todo lo necesario para realizar su labor. No escatimaré medios materiales ni humanos. Pero quiero que su trabajo avance y que pronto se puedan ver los frutos cosechados.
Se hará como Vos disponéis, Majestad. Hoy mismo ordenaré que comience su traslado a palacio, aunque siento muy de veras desprenderme de él. Es como si me arrancaran mi propio corazón. Fray Dulcidio es para mí algo más que un monje y que un bibliotecario. Para mí es como un hijo. Lo recogimos cuando todavía era un niño. Lo criamos y educamos con amor y esmero. Nos ha obsequiado con su bondad y su saber. Es como el alma del monasterio. No sé qué vamos a hacer ahora sin él, pero hágase vuestra voluntad, Señor.
Así se hará. No obstante, padre, os prometo que podréis venir a verlo cuando queráis y que él también podrá visitaros siempre que lo desee. No será una separación definitiva.
No sé cómo agradecéroslo, Majestad —el abad le hizo una gran reverencia al rey.
Antes de despedirse del obispo y del abad, el rey los honró con la visita a lo que iba a ser la biblioteca real del palacio, una gran sala de más de trescientos metros cuadrados, distribuidos en forma de L en el ala occidental del edificio. La mayor parte de sus paredes estaban llenas de estantes y anaqueles donde se archivarían ordenadamente los manuscritos y pergaminos. El resto de las paredes se estaba acondicionando para el mismo menester. El espacio restante se había ocupado con numerosas mesas y pupitres que servirían para el estudio de los eruditos y para los amanuenses que constituirían el scriptorium real. Los dos ilustres visitantes felicitaron al rey por su nuevo proyecto y le desearon toda suerte de éxitos en la nueva empresa que acometía.
Una semana más tarde fray Dulcidio y su amanuense Afrodisio ya se hallaban inmersos en su trabajo en tan espacioso habitáculo. Ambos se sentían insignificantes en aquel grandioso lugar semivacío. La mayor parte de sus estanterías y anaqueles permanecían desocupados. Fray Dulcidio soñaba con poder llegar a verlos llenos algún día de legajos, pergaminos y manuscritos, conseguidos muchos de ellos gracias a su incansable labor. El monje trabajaba sobre un documento legado por el rey Wamba cuando hizo acto de presencia don Alfonso en la biblioteca. Era la primera visita que recibían del monarca desde que se habían instalado allí. Fray Dulcidio, al verlo llegar, corrió hacia él para postrarse a sus pies. El rey le pidió que se levantara y que regresara a su trabajo.
¿En qué estás trabajando, fray Dulcidio?
En un documento del rey Wamba, Señor.
Me parece muy bien. ¿Cómo va vuestro trabajo?
Bien, Señor. Ya hemos escrito aproximadamente un tercio del reinado de Wamba. El trabajo es lento, Señor. Son muchos los documentos y archivos que hay que consultar. Además, gran parte de ellos no están claros y otros parecen contradecirse, lo que hace más dificultosa su interpretación.
Ya sabes que por encima de todo quiero la verdad histórica. Procura desechar las falsas interpretaciones en todo momento. Ante la duda, es preferible que omitas el dato a cometer un error.
Lo tengo muy presente, Señor.
En aquel momento se acercó a ellos el ayo Pedro.
Señor, Abd al-Rahman ibn Marwan os espera en la sala de invitados.
Gracias, Pedro. Dile que voy enseguida. —Luego se dirigió al monje—. Bien, Dulcidio, espero que te halles cómodo en esta espaciosa biblioteca. Ahora está vacía, pero no tardaremos en dotarla de fondos. Está a tu entera disposición. Todo cuanto necesites no dudes en pedírmelo. Quiero que se convierta en un gran depósito del saber dentro de mi reino. Ahora me retiro para dejaros trabajar.
Gracias, Majestad. Procuraré no defraudaros.
Fray Dulcidio se arrodilló ante el rey mientras éste se alejaba hacia su despacho. El Gallego esperaba a ser recibido por don Alfonso. Había urdido un plan para atacar al emir de Córdoba y estaba deseoso de comunicárselo a su amigo y protector. Poco después se hallaba ante el rey.
Majestad, podemos atacar a Muhammad I a través de Extremadura.
Pero hemos acordado una tregua de tres años y aún no se ha cumplido el plazo.
Mejor, así lo cogemos por sorpresa. Ésa es la clave de mi plan.
No me parece bien faltar a mi palabra, pero dime en qué has pensado, Abd al-Rahman.
Iremos hasta Ávila y una vez allí nos desplazaremos hacia el oeste siguiendo el Tajo, de esta manera confundiremos al emir. Una vez en tierras de Extremadura, nos dirigiremos hacia el sur y, después de cruzar el Guadiana, nos introduciremos por Sierra Morena hacia Córdoba. De esta manera podremos cogerlos por sorpresa, pues no contarán con nuestra presencia en aquellas montañas.
El plan no me parece mal del todo. Tendré que estudiarlo más detenidamente. Ya te diré algo.
Bien, Majestad, si decidís ponerlo en práctica, me tenéis a vuestra entera disposición.
Al cabo de unos días, don Alfonso partía hacia León con una pequeña parte de sus huestes. Allí se les uniría el grueso de su ejército que seguiría los pasos que había marcado Abd al-Rahman unos días antes. La hazaña terminó con la batalla del monte Oxifer.


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