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Una templada mañana de mayo
el rey paseaba por los jardines de su palacio en compañía del
obispo de Oviedo, monseñor Hermenegildo, y del abad del monasterio
de San Vicente, dom Ponce. Repasaban los proyectos de arquitectura
eclesiástica que el rey había puesto en marcha para engrandecer la
Iglesia de Oviedo. Ya había llevado a cabo varios proyectos civiles
para asegurar y embellecer la ciudad, como la ampliación de sus
barrios y el reforzamiento de sus murallas. Mandó construir la
Foncalada para orgullo de sus habitantes, así como otras mejoras
para hacer más grata la vida en aquella ciudad que seguía siendo su
residencia habitual, a pesar de haber trasladado la mayor parte de su
corte y sus huestes a León por hallarse situada ésta en un punto
más estratégico dentro del reino.
Oviedo, además de la
catedral, ya poseía varias iglesias y monasterios, por lo que ahora
los proyectos del rey se centraban en otras zonas de la provincia.
Quería crear un conjunto de edificios reales con una capilla
palatina en el valle de Boides. Aquél sería su nuevo lugar de ocio
que compartiría con el que ya poseía en el Naranco. También
deseaba construir una iglesia al lado del Trubia, que dedicaría a
los mártires Adriano y Natalia. La última construcción
eclesiástica que tenía intención de llevar a cabo en Asturias era
una iglesia dentro del castillo de Gozón, fortaleza que estaba
erigiendo junto al litoral para defenderse de los ataques normandos
que llegaban por el mar.
—¿Qué opináis de mis
proyectos, señores?
—Me parecen estupendos,
Majestad —respondió monseñor—. La Iglesia debe sentirse
reforzada al mismo tiempo que el poder real. Ambos constituyen los
dos bastiones sobre los que debe apoyarse la reconquista y
construcción del reino. Uno complementa al otro. Así, pues, no
debéis abandonar, Majestad, los recursos destinados al sostenimiento
material y espiritual de la misma.
—¿Os parecen pocos los que
le estoy destinando, no sólo en la ciudad de Oviedo y en su
provincia, sino también en el resto de las tierras reconquistadas?
He fundado o ayudado a fundar varias iglesias y monasterios a lo
largo y ancho del reino, como los de Coimbra, Mondoñedo y Sahagún.
Uno de los que más me llena de orgullo es la nueva basílica de
Santiago de Compostela. No hace mucho he accedido a llevar a cabo su
construcción a petición del obispo de Iria-Santiago, monseñor
Sisnando. Ya se lo había prometido a su predecesor, pero el pobre
Ataúlfo abandonó este mundo sin que pudiera ver puesta la primera
piedra. Nuestras obligaciones no nos permitieron complacer sus
deseos.
—Lo sé, Majestad, y es muy
loable todo lo que estáis haciendo, pero no debéis desfallecer en
vuestro intento. No olvidéis lo que os acabo de decir.
—Y no lo olvido, monseñor.
Toda mi estrategia para consolidar las nuevas tierras conquistadas al
imperio cordobés se basa en el asentamiento de las gentes en ellas.
Este asentamiento se consolida fundamentalmente con la fundación de
monasterios e iglesias. Alrededor de ellas el pueblo llano se siente
más unido y cohesionado. Cuando se reúnen en su recinto para orar y
dar culto a Dios, esas gentes sencillas se sienten más próximas
unas a las otras. Al mismo tiempo se sienten más protegidas al
amparo de los clérigos, que con su sabiduría y su piedad les ayudan
a salir de las tinieblas en que se hallan inmersas.
—Tenéis toda la razón,
Majestad. Si no fuera por la labor de la Iglesia, las gentes se
descarriarían como el rebaño que anda sin pastor. Por eso jamás
debéis olvidaros de apoyar nuestra labor de evangelización y de
guía de la sociedad.
—Podéis estar tranquilo,
monseñor. Y cambiando de tema, me gustaría fundar también una gran
biblioteca en el propio palacio real. Ya hace tiempo que he comenzado
a recopilar la crónica de nuestro reino y la de los últimos reyes
visigodos. Pero quisiera profundizar aún más en el saber. Por eso
me gustaría comenzar de inmediato esta obra.
El rey y sus egregios
acompañantes tomaron asiento en un banco que había a la sombra de
un centenario castaño. Aunque la temperatura era bastante suave, el
sol comenzaba ya a dejar sentir sus efectos.
—Es una idea digna de Vos,
Señor. El proyecto me parece fantástico.
—Os agradezco vuestra
opinión, monseñor, pero, ¿qué opináis vos, dom Ponce?
—Majestad, opino lo mismo
que monseñor. Me parece una idea fantástica, que, además de
enriqueceros intelectualmente a Vos, servirá para transmitir estos
conocimientos a la posteridad.
—Estáis en lo cierto,
reverendo. Mi propósito no es sólo la satisfacción personal, sino
la difusión de estos conocimientos a los siglos venideros. Mi
proyecto, como ya sabéis, es el de la unificación de toda España.
Es un proyecto arduo y lento que yo no veré acabado por supuesto,
pero es un proyecto que se quedaría mutilado si no nos ocupamos
también del saber y de la recopilación de los hechos históricos
más importantes acaecidos en el reino.
Negros nubarrones comenzaron a
tapar el sol y una suave brisa se dejaba sentir bajo el castaño en
el que se habían cobijado. El rey y sus ilustres acompañantes
abandonaron el lugar para recogerse en el interior del palacio. No
tardaron en hallarse cómodamente sentados en el despacho real.
—Ya hace tiempo que he
mandado adecuar una gran sala del ala oeste del palacio para albergar
la futura biblioteca. Las obras están muy avanzadas. Tan sólo falta
por instalar parte del mobiliario. Puedo afirmar que en estos
momentos ya se podría inaugurar. Pero me falta lo más importante,
la persona que la ha de dirigir. He repasado muchos nombres y he
tenido más de una propuesta. Entre todos los nombres propuestos,
alguno de ellos podría desempeñar ese cargo con más o menos
acierto, pero ninguno me satisface plenamente. Tan sólo hay una
persona que encuentro idónea para desempeñarlo. Y esa persona no es
otra que fray Dulcidio.
—Pero, Señor, fray Dulcidio
es insustituible en el monasterio.
—Lo sé, dom Ponce, pero su
lugar a partir de ahora estará en palacio.
—Señor, al menos le pido
que pueda pernoctar en el monasterio y que pueda dedicar alguna hora
del día a nuestra biblioteca y nuestro scriptorium.
—Lo siento, reverendo.
Tendrá que dedicar todo su tiempo a mi empresa. Cuando lo elegí
para escribir la Crónica, ya le dije que me gustaría seguir muy de
cerca su trabajo. No encuentro otra forma de hacerlo más que ésta,
con él a mi lado. Así que a partir de hoy mismo dispondréis lo
necesario para que se traslade a palacio. Al principio podrá
retornar al monasterio cada día para pernoctar. Luego ya veremos,
pues su dedicación a la magna obra que me he propuesto ha de ser
exclusiva. Aquí dispondrá de todo lo necesario para realizar su
labor. No escatimaré medios materiales ni humanos. Pero quiero que
su trabajo avance y que pronto se puedan ver los frutos cosechados.
—Se hará como Vos
disponéis, Majestad. Hoy mismo ordenaré que comience su traslado a
palacio, aunque siento muy de veras desprenderme de él. Es como si
me arrancaran mi propio corazón. Fray Dulcidio es para mí algo más
que un monje y que un bibliotecario. Para mí es como un hijo. Lo
recogimos cuando todavía era un niño. Lo criamos y educamos con
amor y esmero. Nos ha obsequiado con su bondad y su saber. Es como el
alma del monasterio. No sé qué vamos a hacer ahora sin él, pero
hágase vuestra voluntad, Señor.
—Así se hará. No obstante,
padre, os prometo que podréis venir a verlo cuando queráis y que él
también podrá visitaros siempre que lo desee. No será una
separación definitiva.
—No sé cómo agradecéroslo,
Majestad —el abad le hizo una gran reverencia al rey.
Antes de despedirse del obispo
y del abad, el rey los honró con la visita a lo que iba a ser la
biblioteca real del palacio, una gran sala de más de trescientos
metros cuadrados, distribuidos en forma de L en el ala occidental del
edificio. La mayor parte de sus paredes estaban llenas de estantes y
anaqueles donde se archivarían ordenadamente los manuscritos y
pergaminos. El resto de las paredes se estaba acondicionando para el
mismo menester. El espacio restante se había ocupado con numerosas
mesas y pupitres que servirían para el estudio de los eruditos y
para los amanuenses que constituirían el scriptorium
real. Los dos
ilustres visitantes felicitaron al rey por su nuevo proyecto y le
desearon toda suerte de éxitos en la nueva empresa que acometía.
Una semana más tarde fray
Dulcidio y su amanuense Afrodisio ya se hallaban inmersos en su
trabajo en tan espacioso habitáculo. Ambos se sentían
insignificantes en aquel grandioso lugar semivacío. La mayor parte
de sus estanterías y anaqueles permanecían desocupados. Fray
Dulcidio soñaba con poder llegar a verlos llenos algún día de
legajos, pergaminos y manuscritos, conseguidos muchos de ellos
gracias a su incansable labor. El monje trabajaba sobre un documento
legado por el rey Wamba cuando hizo acto de presencia don Alfonso en
la biblioteca. Era la primera visita que recibían del monarca desde
que se habían instalado allí. Fray Dulcidio, al verlo llegar,
corrió hacia él para postrarse a sus pies. El rey le pidió que se
levantara y que regresara a su trabajo.
—¿En qué estás
trabajando, fray Dulcidio?
—En un documento del rey
Wamba, Señor.
—Me parece muy bien. ¿Cómo
va vuestro trabajo?
—Bien, Señor. Ya hemos
escrito aproximadamente un tercio del reinado de Wamba. El trabajo es
lento, Señor. Son muchos los documentos y archivos que hay que
consultar. Además, gran parte de ellos no están claros y otros
parecen contradecirse, lo que hace más dificultosa su
interpretación.
—Ya sabes que por encima de
todo quiero la verdad histórica. Procura desechar las falsas
interpretaciones en todo momento. Ante la duda, es preferible que
omitas el dato a cometer un error.
—Lo tengo muy presente,
Señor.
En aquel momento se acercó a
ellos el ayo Pedro.
—Señor, Abd al-Rahman ibn
Marwan os espera en la sala de invitados.
—Gracias, Pedro. Dile que
voy enseguida. —Luego se dirigió al monje—. Bien, Dulcidio,
espero que te halles cómodo en esta espaciosa biblioteca. Ahora está
vacía, pero no tardaremos en dotarla de fondos. Está a tu entera
disposición. Todo cuanto necesites no dudes en pedírmelo. Quiero
que se convierta en un gran depósito del saber dentro de mi reino.
Ahora me retiro para dejaros trabajar.
—Gracias, Majestad.
Procuraré no defraudaros.
Fray Dulcidio se arrodilló
ante el rey mientras éste se alejaba hacia su despacho. El
Gallego esperaba
a ser recibido por don Alfonso. Había urdido un plan para atacar al
emir de Córdoba y estaba deseoso de comunicárselo a su amigo y
protector. Poco después se hallaba ante el rey.
—Majestad, podemos atacar a
Muhammad I a través de Extremadura.
—Pero hemos acordado una
tregua de tres años y aún no se ha cumplido el plazo.
—Mejor, así lo cogemos por
sorpresa. Ésa es la clave de mi plan.
—No me parece bien faltar a
mi palabra, pero dime en qué has pensado, Abd al-Rahman.
—Iremos hasta Ávila y una
vez allí nos desplazaremos hacia el oeste siguiendo el Tajo, de esta
manera confundiremos al emir. Una vez en tierras de Extremadura, nos
dirigiremos hacia el sur y, después de cruzar el Guadiana, nos
introduciremos por Sierra Morena hacia Córdoba. De esta manera
podremos cogerlos por sorpresa, pues no contarán con nuestra
presencia en aquellas montañas.
—El plan no me parece mal
del todo. Tendré que estudiarlo más detenidamente. Ya te diré
algo.
—Bien, Majestad, si decidís
ponerlo en práctica, me tenéis a vuestra entera disposición.
Al cabo de unos días, don
Alfonso partía hacia León con una pequeña parte de sus huestes.
Allí se les uniría el grueso de su ejército que seguiría los
pasos que había marcado Abd al-Rahman unos días antes. La hazaña
terminó con la batalla del monte Oxifer.
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