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Don Rodrigo había decidido
dar un rodeo para regresar a su condado. Ya sabía que ahora el reino
de su sobrino era seguro, pero no le quedó muy buen recuerdo de su
paso por el desfiladero del Sella. Por eso, al llegar a Cangas de
Onís, decidió seguir hacia el este en vez de girar en dirección
sur. Prefería cruzar la gran cordillera por Cantabria. Así, cuando
descendieran la vertiente sur, se hallarían ya en sus dominios.
A la altura de Cabezón de la
Sal, giró en dirección sur para dirigirse hacia Reinosa a través
del valle de Cabuérniga. Después de varios días de fatigas
atravesando valles y montañas, dieron vista, por fin, a la
altiplanicie de Reinosa, una de las plazas fortificadas que defendían
su condado de la invasión de los sarracenos.
—Ya estamos en casa, padre.
—Bueno, en casa no, hijo,
pero sí en nuestros dominios.
—A eso me quería referir. A
partir de aquí, todo lo que nos rodea nos pertenece. Por eso es como
si estuviéramos ya en casa.
—Tienes razón, hijo. Pero
no olvides que, aunque administramos todo este territorio como si
fuera nuestro, en realidad le pertenece a tu primo Alfonso. Él es el
auténtico señor de este territorio y de todas las tierras que
forman su reino.
—Eso es lo que no entiendo,
padre. Si este territorio es nuestro, ¿por qué tenemos que rendir
vasallaje a Alfonso?
—Porque él es el rey y
nosotros somos sus súbditos. Por eso le debemos obediencia y
vasallaje.
—Pues yo no estoy de acuerdo
con eso. Si este territorio es nuestro, no tenemos por qué rendir
vasallaje a Alfonso ni pagarle tributos.
—Mira, hijo, eso que estás
diciendo es muy peligroso. Si sigues manteniendo esa opinión, te
acarreará graves consecuencias en el futuro. Estas tierras no son
más que un simple condado dentro del reino de Asturias. No lo
olvides nunca. Por estar alejadas de la capital del reino, el rey
necesita delegar en alguien de su confianza para que las gobierne y
administre. En estos momentos esa persona de confianza soy yo. Pero
esto no me faculta para rebelarme contra mi propio rey y señor,
antes al contrario, le debo fidelidad y obediencia y eso mismo espero
de ti.
Don Rodrigo y su hijo
charlaban despreocupadamente mientras se acercaban a Reinosa. En esos
momentos uno de los hombres que cabalgaban a su lado les señaló un
grupo de jinetes que parecían dirigirse también a Reinosa siguiendo
el curso del río Ebro. El grupo a medida que avanzaba se hacía cada
vez más numeroso. Era como si se tratara de un ejército. Al darse
cuenta de la presencia de las mesnadas de don Rodrigo, se
detuvieron.
—¿Quiénes podrán ser
ésos? —interrogó don Rodrigo casi como poniendo voz a su
pensamiento.
—No lo sé, padre, pero no
parecen de los nuestros.
—Claro que no lo parecen,
hijo, porque no lo son. ¿No ves la indumentaria que llevan? Son
sarracenos.
—¿Y qué andan haciendo
ésos aquí en nuestras tierras?
—Te lo puedes imaginar. Nada
bueno.
—Entonces, tendremos que
librar batalla contra ellos, ¿No, padre?
—De momento será mejor
conocer sus intenciones. Enviaremos un emisario en son de paz para
que dialogue con ellos. Según lo que nos diga, procederemos.
Don Rodrigo envió un emisario
para hablar con el responsable del ejército sarraceno que había
aparecido allí de improviso. No sabía de su existencia, lo que lo
había dejado más perplejo. El emisario informó al conde que se
trataba de un ejército dirigido por el príncipe al-Hakam, hijo del
emir, que venía de hacer una incursión por tierras de Álava y que
regresaba a Córdoba dando un rodeo por aquellas tierras.
A don Rodrigo no le
complacieron demasiado aquellas explicaciones, que le sonaban un poco
a insulto, pero en aquel momento no se sentía en condiciones de
entablar batalla. Por lo que ordenó al mensajero que regresara de
nuevo donde al-Hakam para exigirle que abandonara sus tierras sin
derramamiento de sangre. El príncipe sarraceno accedió a ello de
buen grado, pues tampoco se encontraba en condiciones de presentar
batalla. Llevaba muchos días de enfrentamientos y saqueos por toda
aquella zona con abundante botín obtenido. No quería exponerse
ahora a perderlo todo en una batalla cuyo resultado final le era
incierto. Su ejército estaba exhausto y deseoso de volver a casa.
Así que accedió a lo que don Rodrigo le pedía y ordenó dar media
vuelta a los suyos para regresar a la capital del emirato por otro
camino.
—Mirad, padre, parece que
dan la vuelta.
Efectivamente, en cuanto el
emisario de don Rodrigo se alejó del ejército árabe, éste comenzó
a desandar el camino andado.
—Bien, descansaremos aquí
un par de días para recuperarnos de nuestras fuerzas y para
confirmar que los de Córdoba no vuelven. Luego continuaremos el
viaje hasta nuestra casa.
Don Rodrigo y su hijo se
hospedaron en casa del jefe de la plaza. Éste se sintió muy honrado
de poder hospedar en su humilde morada a sus señores. Era un alto
honor que no olvidaría en la vida. No todos sus colegas podían
vanagloriarse de otro tanto.
—Pase, don Rodrigo. Pasen,
por favor. Es un alto honor para mí poderles dar hospitalidad en mi
humilde morada. Sean vuesas mercedes muy bien venidos.
—Te lo agradezco, Juan.
Siempre has sido un fiel vasallo y me has servido con lealtad.
—Gracias, señor. A mandar.
El jefe de la plaza hizo una
grave reverencia ante don Rodrigo.
—Ya es suficiente, Juan —el
conde le hizo una seña para que se sentara frente a él y a su
hijo—. Y ahora cuéntame cómo van las cosas por aquí.
—Sí, señor —contestó el
aludido mientras tomaba asiento enfrente del conde no sin un cierto
embarazo—. ¡Filomena! —llamó a su mujer—, pon algo de comer y
beber a los señores, que tendrán hambre.
—Gracias, Juan. Estás en lo
cierto. Y ahora cuéntame qué novedades hay por aquí.
—Novedades, muy pocas,
señor, si no es la falta de efectivos para vigilar bien la plaza.
—¿A qué te refieres con
eso, Juan?
—Pues a que sólo quedamos
cuatro de los ocho que éramos. Dos han muerto y los otros dos
desertaron hace tiempo y huyeron.
—A los desertores hay que
matarlos, Juan. No pueden irse impunemente.
—Ya lo sé, señor. Pero se
marcharon por la noche, mientras hacían guardia. No los echamos en
falta hasta la mañana siguiente y entonces ya era demasiado tarde
para dar con ellos.
En esos momentos la mujer del
jefe de la plaza les servía una bandeja repleta de viandas, en
especial jamón y embutidos caseros, acompañada de un buen tinto de
la tierra. El conde y su hijo no se hicieron de rogar y no tardaron
en dar buena cuenta de todo ello.
—Te felicito por el jamón
que tienes, Juan. Es muy bueno. Y los chorizos tampoco están nada
mal. Se nota que están hechos por buenas manos.
—Gracias, señor. Para mí
es un gran honor poder satisfacer vuestras necesidades.
—Por cierto, el queso y el
requesón también están riquísimos. ¿Los hacéis vosotros?
—Sí, señor conde. Mi mujer
es la que se encarga de llevar a cabo todos estos menesteres y la
verdad que estoy orgulloso de ella.
—Puedes estarlo, Juan,
porque se nota que tiene unas manos divinas para ello. ¿El pan lo
hace también tu mujer?
—Sí, señor, también lo
hace ella.
—Pues te felicito de veras,
Juan. Tienes una mujer que vale un tesoro. Debes cuidar bien de ella
para que ella pueda cuidar bien de ti.
—Así lo haré, señor.
Don Rodrigo y su hijo don
Diego quedaron ahítos después de haber terminado con casi todos los
manjares que les habían puesto en la mesa. Cuando ya se retiraban a
descansar a los aposentos que les habían destinado, don Rodrigo le
prometió al jefe de la plaza que tendría en cuenta la solicitud que
le había elevado. Tal vez pudiera encontrar algún hombre dispuesto
a ocupar las vacantes de centinelas que se habían producido.
—Juan, mañana mismo
preguntaré a los hombres que me acompañan si hay alguno dispuesto a
quedarse aquí contigo. Puede que a más de uno le interese el
puesto.
—Gracias, señor.
—Y ahora, buenas noches. Me
voy a descansar, que hace mucho tiempo que no lo hago en una cama.
—Buenas noches, señor, y
que descanse.
Juan y su esposa, Filomena, se
quedaron solos en su humilde cocina mientras el conde y su hijo
ocupaban aquella noche sus únicos aposentos. Ellos dormirían allí
amodorrados sobre la mesa después de cenar las migajas que los
señores les habían dejado. Y lo mismo ocurriría al día siguiente,
pues don Rodrigo había prometido a sus tropas permanecer en la plaza
durante dos días. Aquélla era tan sólo una pequeña muestra de las
muchas servidumbres que los súbditos tenían que pagar a sus
señores.
Una
mañana de mediados de agosto, mientras don Rodrigo paseaba por la
alameda del río próxima a su castillo, se acercó a él uno de sus
hombres de confianza. El fiel servidor avanzaba con su caballo al
trote por la vereda del río. El conde, al verlo, se detuvo bajo la
sombra de un frondoso aliso. A intervalos contemplaba la corriente
del río, a intervalos el verdor de aquel hermoso paraje. Su hombre
de confianza llegó al fin donde él se encontraba. Don Rodrigo se
dispuso a escuchar las nuevas que le traía.
—Señor, acaba de llegar un
correo real con un encargo personal para su excelencia —le dijo el
mensajero sin apearse de su caballo.
—¿No ha dicho de qué se
trata?
—No, señor. Dice que sólo
se lo puede comunicar a vuecencia. Espera en el castillo a ser
recibido por el señor.
—Bien, pues no perdamos el
tiempo. Vamos a ver de qué se trata.
El conde puso su caballo al
trote en dirección al castillo seguido de cerca por su fiel lacayo.
Nada más hacer entrada en el patio de armas, desmontó de un salto
de su cabalgadura y sin pérdida de tiempo se dirigió a su despacho.
Una vez allí, ordenó que llevaran ante su presencia al mensajero
real.
—Excelencia —dijo el
mensajero al entrar en el despacho del conde hincando una rodilla
ante él—, traigo un mensaje urgente de Su Majestad el Rey.
—Decidme, ¿de qué se
trata?
—El conde alavés Eilo se ha
rebelado contra Su Majestad. El rey me ha encargado que le pida
encarecidamente a vuecencia que se haga cargo de la situación y que
sofoque inmediatamente esa rebelión en su nombre.
Don Rodrigo permaneció unos
instantes en silencio. No esperaba una noticia de esa índole. Así
que el que se hacía pasar por conde de los vascones se había
rebelado. Tal vez había llegado el momento que tanto tiempo llevaba
esperando. Sí, se enfrentaría al conde rebelde y lo derrotaría.
Luego ya vería qué beneficios podría obtener de su derrota. No
podía dejar pasar aquella oportunidad de oro que el propio rey, su
sobrino, le brindaba.
—Dile al rey que acepto la
oferta —fue la respuesta que don Rodrigo dio al mensajero real.
Inmediatamente hizo sonar una campanilla y dio orden de que
atendieran debidamente a aquel hombre. Luego se quedó solo en su
despacho trazando el primer esbozo del plan que seguiría para
derrotar al rebelde. Poco después llamó a su hijo mayor ante su
presencia.
—¿Me habéis mandado
llamar, padre?
—Sí, hijo. Pasa y siéntate
aquí a mi lado.
Don Diego se sentó al lado de
su padre un poco confundido. Aunque alguna vez lo invitaba a pasar a
su despacho, no era lo habitual en él. Casi siempre había un motivo
especial en aquellas invitaciones. Así que tomó asiento expectante
por lo que su padre le tenía que decir.
—Bien, padre. Vos diréis.
—Hijo, el conde de los
vascones se ha rebelado contra el rey y tu primo, don Alfonso, me ha
encomendado que apacigüe la revuelta. ¿Sabes lo que puede
significar eso?
—Pues no, padre, no acabo de
ver su alcance.
—Hijo, éste es el momento
que estaba esperando para agrandar nuestro territorio. Si vencemos al
rebelde, podemos anexionar todas sus tierras a las nuestras. ¿Ves
ahora la importancia que tiene este acontecimiento para nosotros?
—Pero el rey no lo permitirá
—se atrevió a insinuar don Diego—. Querrá que el condado de
Vasconia siga formando parte del reino de Asturias como hasta ahora.
—Y seguirá formando parte
del mismo, hijo, sólo que a través de nuestro condado. Con esta
anexión el condado de Castilla verá ampliado considerablemente su
territorio. ¿Te imaginas lo que esto significa?
—Claro que me lo imagino,
padre, pero vuelvo a repetir que Alfonso no lo permitirá y por eso
me resisto a participar en una batalla que sólo redundará en su
beneficio y no en el nuestro.
—Aunque así fuera, hijo, tu
deber es luchar por tu rey. No lo olvides nunca. No obstante, el rey
claro que lo permitirá. Primero, porque somos sus parientes y
segundo, por el pago a nuestros servicios prestados. Hijo, creo que
ha llegado el momento de que los vascones pasen a ser súbditos del
condado de Castilla. Pero antes tenemos que vencer a ese conde
rebelde. Ya puedes dar orden de reunir todas nuestras mesnadas. Antes
de quince días saldremos hacia Gasteiz para presentar batalla a
Eilo.
—Descuidad, padre. Vuestras
órdenes serán cumplidas.
—Así lo espero, hijo, y
también espero que cambies tu actitud hacia el rey tu primo. Si no
lo haces, algún día pagarás por ello.
Dos semanas más tarde las
tropas de don Rodrigo abandonaban las inmediaciones de su castillo
para dirigirse a tierras alavesas. El conde y su hijo primogénito
encabezaban la marcha. El contingente militar iba eufórico hacia su
objetivo.
El día de la natividad de la
Virgen se enfrentaron en singular batalla las tropas de don Rodrigo
contra las del magnate Eilo en la llanura alavesa próxima a Gasteiz.
La batalla fue cruenta. Los muertos de ambos bandos sembraban el
suelo alavés. Después de un día de arduos combates, don Rodrigo se
alzó con la victoria. El conde Eilo fue maniatado y hecho
prisionero, y sus tropas desbaratadas. Poco después, tal como había
vaticinado a su hijo, don Rodrigo fue nombrado por el rey conde de
aquellas tierras en premio a los servicios prestados a la Corona.
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