domingo, 5 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 7



7


Don Rodrigo había decidido dar un rodeo para regresar a su condado. Ya sabía que ahora el reino de su sobrino era seguro, pero no le quedó muy buen recuerdo de su paso por el desfiladero del Sella. Por eso, al llegar a Cangas de Onís, decidió seguir hacia el este en vez de girar en dirección sur. Prefería cruzar la gran cordillera por Cantabria. Así, cuando descendieran la vertiente sur, se hallarían ya en sus dominios.
A la altura de Cabezón de la Sal, giró en dirección sur para dirigirse hacia Reinosa a través del valle de Cabuérniga. Después de varios días de fatigas atravesando valles y montañas, dieron vista, por fin, a la altiplanicie de Reinosa, una de las plazas fortificadas que defendían su condado de la invasión de los sarracenos.
Ya estamos en casa, padre.
Bueno, en casa no, hijo, pero sí en nuestros dominios.
A eso me quería referir. A partir de aquí, todo lo que nos rodea nos pertenece. Por eso es como si estuviéramos ya en casa.
Tienes razón, hijo. Pero no olvides que, aunque administramos todo este territorio como si fuera nuestro, en realidad le pertenece a tu primo Alfonso. Él es el auténtico señor de este territorio y de todas las tierras que forman su reino.
Eso es lo que no entiendo, padre. Si este territorio es nuestro, ¿por qué tenemos que rendir vasallaje a Alfonso?
Porque él es el rey y nosotros somos sus súbditos. Por eso le debemos obediencia y vasallaje.
Pues yo no estoy de acuerdo con eso. Si este territorio es nuestro, no tenemos por qué rendir vasallaje a Alfonso ni pagarle tributos.
Mira, hijo, eso que estás diciendo es muy peligroso. Si sigues manteniendo esa opinión, te acarreará graves consecuencias en el futuro. Estas tierras no son más que un simple condado dentro del reino de Asturias. No lo olvides nunca. Por estar alejadas de la capital del reino, el rey necesita delegar en alguien de su confianza para que las gobierne y administre. En estos momentos esa persona de confianza soy yo. Pero esto no me faculta para rebelarme contra mi propio rey y señor, antes al contrario, le debo fidelidad y obediencia y eso mismo espero de ti.
Don Rodrigo y su hijo charlaban despreocupadamente mientras se acercaban a Reinosa. En esos momentos uno de los hombres que cabalgaban a su lado les señaló un grupo de jinetes que parecían dirigirse también a Reinosa siguiendo el curso del río Ebro. El grupo a medida que avanzaba se hacía cada vez más numeroso. Era como si se tratara de un ejército. Al darse cuenta de la presencia de las mesnadas de don Rodrigo, se detuvieron.
¿Quiénes podrán ser ésos? —interrogó don Rodrigo casi como poniendo voz a su pensamiento.
No lo sé, padre, pero no parecen de los nuestros.
Claro que no lo parecen, hijo, porque no lo son. ¿No ves la indumentaria que llevan? Son sarracenos.
¿Y qué andan haciendo ésos aquí en nuestras tierras?
Te lo puedes imaginar. Nada bueno.
Entonces, tendremos que librar batalla contra ellos, ¿No, padre?
De momento será mejor conocer sus intenciones. Enviaremos un emisario en son de paz para que dialogue con ellos. Según lo que nos diga, procederemos.
Don Rodrigo envió un emisario para hablar con el responsable del ejército sarraceno que había aparecido allí de improviso. No sabía de su existencia, lo que lo había dejado más perplejo. El emisario informó al conde que se trataba de un ejército dirigido por el príncipe al-Hakam, hijo del emir, que venía de hacer una incursión por tierras de Álava y que regresaba a Córdoba dando un rodeo por aquellas tierras.
A don Rodrigo no le complacieron demasiado aquellas explicaciones, que le sonaban un poco a insulto, pero en aquel momento no se sentía en condiciones de entablar batalla. Por lo que ordenó al mensajero que regresara de nuevo donde al-Hakam para exigirle que abandonara sus tierras sin derramamiento de sangre. El príncipe sarraceno accedió a ello de buen grado, pues tampoco se encontraba en condiciones de presentar batalla. Llevaba muchos días de enfrentamientos y saqueos por toda aquella zona con abundante botín obtenido. No quería exponerse ahora a perderlo todo en una batalla cuyo resultado final le era incierto. Su ejército estaba exhausto y deseoso de volver a casa. Así que accedió a lo que don Rodrigo le pedía y ordenó dar media vuelta a los suyos para regresar a la capital del emirato por otro camino.
Mirad, padre, parece que dan la vuelta.
Efectivamente, en cuanto el emisario de don Rodrigo se alejó del ejército árabe, éste comenzó a desandar el camino andado.
Bien, descansaremos aquí un par de días para recuperarnos de nuestras fuerzas y para confirmar que los de Córdoba no vuelven. Luego continuaremos el viaje hasta nuestra casa.
Don Rodrigo y su hijo se hospedaron en casa del jefe de la plaza. Éste se sintió muy honrado de poder hospedar en su humilde morada a sus señores. Era un alto honor que no olvidaría en la vida. No todos sus colegas podían vanagloriarse de otro tanto.
Pase, don Rodrigo. Pasen, por favor. Es un alto honor para mí poderles dar hospitalidad en mi humilde morada. Sean vuesas mercedes muy bien venidos.
Te lo agradezco, Juan. Siempre has sido un fiel vasallo y me has servido con lealtad.
Gracias, señor. A mandar.
El jefe de la plaza hizo una grave reverencia ante don Rodrigo.
Ya es suficiente, Juan —el conde le hizo una seña para que se sentara frente a él y a su hijo—. Y ahora cuéntame cómo van las cosas por aquí.
Sí, señor —contestó el aludido mientras tomaba asiento enfrente del conde no sin un cierto embarazo—. ¡Filomena! —llamó a su mujer—, pon algo de comer y beber a los señores, que tendrán hambre.
Gracias, Juan. Estás en lo cierto. Y ahora cuéntame qué novedades hay por aquí.
Novedades, muy pocas, señor, si no es la falta de efectivos para vigilar bien la plaza.
¿A qué te refieres con eso, Juan?
Pues a que sólo quedamos cuatro de los ocho que éramos. Dos han muerto y los otros dos desertaron hace tiempo y huyeron.
A los desertores hay que matarlos, Juan. No pueden irse impunemente.
Ya lo sé, señor. Pero se marcharon por la noche, mientras hacían guardia. No los echamos en falta hasta la mañana siguiente y entonces ya era demasiado tarde para dar con ellos.
En esos momentos la mujer del jefe de la plaza les servía una bandeja repleta de viandas, en especial jamón y embutidos caseros, acompañada de un buen tinto de la tierra. El conde y su hijo no se hicieron de rogar y no tardaron en dar buena cuenta de todo ello.
Te felicito por el jamón que tienes, Juan. Es muy bueno. Y los chorizos tampoco están nada mal. Se nota que están hechos por buenas manos.
Gracias, señor. Para mí es un gran honor poder satisfacer vuestras necesidades.
Por cierto, el queso y el requesón también están riquísimos. ¿Los hacéis vosotros?
Sí, señor conde. Mi mujer es la que se encarga de llevar a cabo todos estos menesteres y la verdad que estoy orgulloso de ella.
Puedes estarlo, Juan, porque se nota que tiene unas manos divinas para ello. ¿El pan lo hace también tu mujer?
Sí, señor, también lo hace ella.
Pues te felicito de veras, Juan. Tienes una mujer que vale un tesoro. Debes cuidar bien de ella para que ella pueda cuidar bien de ti.
Así lo haré, señor.
Don Rodrigo y su hijo don Diego quedaron ahítos después de haber terminado con casi todos los manjares que les habían puesto en la mesa. Cuando ya se retiraban a descansar a los aposentos que les habían destinado, don Rodrigo le prometió al jefe de la plaza que tendría en cuenta la solicitud que le había elevado. Tal vez pudiera encontrar algún hombre dispuesto a ocupar las vacantes de centinelas que se habían producido.
Juan, mañana mismo preguntaré a los hombres que me acompañan si hay alguno dispuesto a quedarse aquí contigo. Puede que a más de uno le interese el puesto.
Gracias, señor.
Y ahora, buenas noches. Me voy a descansar, que hace mucho tiempo que no lo hago en una cama.
Buenas noches, señor, y que descanse.
Juan y su esposa, Filomena, se quedaron solos en su humilde cocina mientras el conde y su hijo ocupaban aquella noche sus únicos aposentos. Ellos dormirían allí amodorrados sobre la mesa después de cenar las migajas que los señores les habían dejado. Y lo mismo ocurriría al día siguiente, pues don Rodrigo había prometido a sus tropas permanecer en la plaza durante dos días. Aquélla era tan sólo una pequeña muestra de las muchas servidumbres que los súbditos tenían que pagar a sus señores.

Una mañana de mediados de agosto, mientras don Rodrigo paseaba por la alameda del río próxima a su castillo, se acercó a él uno de sus hombres de confianza. El fiel servidor avanzaba con su caballo al trote por la vereda del río. El conde, al verlo, se detuvo bajo la sombra de un frondoso aliso. A intervalos contemplaba la corriente del río, a intervalos el verdor de aquel hermoso paraje. Su hombre de confianza llegó al fin donde él se encontraba. Don Rodrigo se dispuso a escuchar las nuevas que le traía.
Señor, acaba de llegar un correo real con un encargo personal para su excelencia —le dijo el mensajero sin apearse de su caballo.
¿No ha dicho de qué se trata?
No, señor. Dice que sólo se lo puede comunicar a vuecencia. Espera en el castillo a ser recibido por el señor.
Bien, pues no perdamos el tiempo. Vamos a ver de qué se trata.
El conde puso su caballo al trote en dirección al castillo seguido de cerca por su fiel lacayo. Nada más hacer entrada en el patio de armas, desmontó de un salto de su cabalgadura y sin pérdida de tiempo se dirigió a su despacho. Una vez allí, ordenó que llevaran ante su presencia al mensajero real.
Excelencia —dijo el mensajero al entrar en el despacho del conde hincando una rodilla ante él—, traigo un mensaje urgente de Su Majestad el Rey.
Decidme, ¿de qué se trata?
El conde alavés Eilo se ha rebelado contra Su Majestad. El rey me ha encargado que le pida encarecidamente a vuecencia que se haga cargo de la situación y que sofoque inmediatamente esa rebelión en su nombre.
Don Rodrigo permaneció unos instantes en silencio. No esperaba una noticia de esa índole. Así que el que se hacía pasar por conde de los vascones se había rebelado. Tal vez había llegado el momento que tanto tiempo llevaba esperando. Sí, se enfrentaría al conde rebelde y lo derrotaría. Luego ya vería qué beneficios podría obtener de su derrota. No podía dejar pasar aquella oportunidad de oro que el propio rey, su sobrino, le brindaba.
Dile al rey que acepto la oferta —fue la respuesta que don Rodrigo dio al mensajero real. Inmediatamente hizo sonar una campanilla y dio orden de que atendieran debidamente a aquel hombre. Luego se quedó solo en su despacho trazando el primer esbozo del plan que seguiría para derrotar al rebelde. Poco después llamó a su hijo mayor ante su presencia.
¿Me habéis mandado llamar, padre?
Sí, hijo. Pasa y siéntate aquí a mi lado.
Don Diego se sentó al lado de su padre un poco confundido. Aunque alguna vez lo invitaba a pasar a su despacho, no era lo habitual en él. Casi siempre había un motivo especial en aquellas invitaciones. Así que tomó asiento expectante por lo que su padre le tenía que decir.
Bien, padre. Vos diréis.
Hijo, el conde de los vascones se ha rebelado contra el rey y tu primo, don Alfonso, me ha encomendado que apacigüe la revuelta. ¿Sabes lo que puede significar eso?
Pues no, padre, no acabo de ver su alcance.
Hijo, éste es el momento que estaba esperando para agrandar nuestro territorio. Si vencemos al rebelde, podemos anexionar todas sus tierras a las nuestras. ¿Ves ahora la importancia que tiene este acontecimiento para nosotros?
Pero el rey no lo permitirá —se atrevió a insinuar don Diego—. Querrá que el condado de Vasconia siga formando parte del reino de Asturias como hasta ahora.
Y seguirá formando parte del mismo, hijo, sólo que a través de nuestro condado. Con esta anexión el condado de Castilla verá ampliado considerablemente su territorio. ¿Te imaginas lo que esto significa?
Claro que me lo imagino, padre, pero vuelvo a repetir que Alfonso no lo permitirá y por eso me resisto a participar en una batalla que sólo redundará en su beneficio y no en el nuestro.
Aunque así fuera, hijo, tu deber es luchar por tu rey. No lo olvides nunca. No obstante, el rey claro que lo permitirá. Primero, porque somos sus parientes y segundo, por el pago a nuestros servicios prestados. Hijo, creo que ha llegado el momento de que los vascones pasen a ser súbditos del condado de Castilla. Pero antes tenemos que vencer a ese conde rebelde. Ya puedes dar orden de reunir todas nuestras mesnadas. Antes de quince días saldremos hacia Gasteiz para presentar batalla a Eilo.
Descuidad, padre. Vuestras órdenes serán cumplidas.
Así lo espero, hijo, y también espero que cambies tu actitud hacia el rey tu primo. Si no lo haces, algún día pagarás por ello.
Dos semanas más tarde las tropas de don Rodrigo abandonaban las inmediaciones de su castillo para dirigirse a tierras alavesas. El conde y su hijo primogénito encabezaban la marcha. El contingente militar iba eufórico hacia su objetivo.
El día de la natividad de la Virgen se enfrentaron en singular batalla las tropas de don Rodrigo contra las del magnate Eilo en la llanura alavesa próxima a Gasteiz. La batalla fue cruenta. Los muertos de ambos bandos sembraban el suelo alavés. Después de un día de arduos combates, don Rodrigo se alzó con la victoria. El conde Eilo fue maniatado y hecho prisionero, y sus tropas desbaratadas. Poco después, tal como había vaticinado a su hijo, don Rodrigo fue nombrado por el rey conde de aquellas tierras en premio a los servicios prestados a la Corona.


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