10
—Majestad,
ha llegado un correo del rey de Pamplona. Desea ser recibido por vos,
Señor —informó a don Alfonso su ayo y ayuda de cámara.
—Hazle
pasar, Pedro.
—Sí,
Majestad.
El
rey se hallaba en su despacho trabajando sobre asuntos de su reino.
Era una tarde de finales de verano del año 868. El sol lucía con
luz mortecina a través de unas nubes blanquecinas que cubrían el
cielo. La temperatura era agradable. El recinto donde se ubicaba el
despacho real era uno de los lugares más acogedores del palacio.
Ricamente amueblado, recibía a través de sus ventanas orientadas
hacia el mediodía y poniente la luz diurna que difuminaba las
tinieblas de su interior.
El
mensajero del rey de Navarra se postró ante don Alfonso.
—Y
bien, ¿qué nuevas me traes de mi buen amigo el rey don García?
—Señor,
el rey don García, mi señor, os desea toda suerte de parabienes y
felicidad. Por mi boca os quiere recordar el pacto que acordaron él
y vuestro padre sobre vuestra boda con su hija doña Jimena. Hace ya
más de dos años que falleció vuestro augusto padre y nadie ha
vuelto a mencionar el tema. El tiempo pasa sin dilación. Mi señor
el rey don García quisiera saber cuáles son vuestras intenciones al
respecto. Se siente próximo al lecho mortuorio y no quisiera dejar
este mundo sin haber resuelto antes el compromiso alcanzado. Vos
diréis.
Don
Alfonso se quedó pensativo durante un tiempo. Llevaba años dándole
vueltas al asunto en su cabeza. Más de una vez alguno de sus
consejeros le había recordado aquel pacto entre su padre y el rey
don García. No conocía a la infanta que le habían destinado como
futura esposa. Eso era un inconveniente para tomar una decisión.
Pero sabía que los pactos firmados por los progenitores eran
sagrados y que los afectados por los mismos estaban obligados
moralmente a cumplirlos. Estaba en un compromiso y no sabía qué
respuesta darle al mensajero del rey navarro. Después de muchas
dudas, de si debía o no consultar con sus consejeros, tomó una
decisión al respecto.
—Bien,
dile a tu señor que la boda se celebrará la próxima primavera. El
acontecimiento se llevará a cabo en el tercer aniversario de la
muerte de mi padre.
—Gracias,
Majestad. Una sola cosa más, Señor. ¿Dónde se celebrará la
ceremonia?
—Aquí
en Oviedo, capital de mi reino.
—Bien,
Señor. Así se lo haré saber a Su Majestad el rey don García. Si
no mandáis más, Señor, pido permiso a Su Majestad para retirarme.
—Puedes
retirarte.
El
rey dio instrucciones a su ayo Pedro para que atendieran debidamente
al mensajero del rey de Pamplona. Luego ordenó una reunión de sus
consejeros para el día siguiente. La importancia del tema requería
ser tratado como asunto de estado.
—Señores
consejeros, he tomado la decisión de contraer nupcias con la infanta
doña Jimena de Pamplona. Os he reunido aquí para oír vuestro
parecer al respecto.
Un
murmullo general se levantó entre la docena de asistentes al acto.
Alguno de los presentes movió dubitativamente la cabeza, pero la
mayoría de ellos estaban conformes con el enlace. El padre del
actual rey, Ordoño I, había acordado el enlace de don Alfonso con
la hija mayor del rey de Pamplona, García I Íñiguez, y ese acuerdo
había que cumplirlo.
—Me
parece correcta la decisión de Vuestra Majestad —tomó la palabra
Gundemaro Froilaz en nombre de la mayoría de los consejeros—. En
primer lugar, porque así dais cumplimiento al deseo de vuestro
difunto padre, que Dios tenga en su gloria. En segundo lugar, este
enlace viene a favorecer considerablemente vuestras aspiraciones de
ampliación del reino. Con el rey de Pamplona de nuestro lado, como
vuestro futuro suegro, tendremos un aliado más sólido para luchar
contra los sarracenos.
Un
murmullo general de aprobación siguió a las palabras de Gundemaro.
Tan sólo un par de consejeros discreparon. Eran los que se oponían
al afán expansionista del rey. Preferían dejar las cosas como
estaban y vivir en paz y en armonía entre sus montañas.
—Bien,
veo que la mayoría estáis de acuerdo con mi próximo enlace. Las
ventajas políticas del mismo son evidentes. Por tanto, no hay más
que hablar. La ceremonia se llevará a cabo en la catedral de San
Salvador el veintisiete de mayo del próximo año, tercer aniversario
de la muerte de mi padre. ¿Alguna pregunta u objeción al respecto?
—Ninguna,
Señor —le contestó Gundemaro Froilaz en nombre de todos.
—Pues
doy por finalizada la reunión. Señores, ¡que tengan vuestras
mercedes un buen día!
Los
consejeros abandonaron el salón de reuniones dejando al rey sumido
en sus preocupaciones y pensamientos.
Doña
Jimena se hallaba en sus aposentos triste y desconsolada. Apenas se
reunía con su madre y sus hermanas para bordar su ajuar o charlar
con ellas. Pasaba días enteros sin dejarse ver. Casi no comía. Su
aspecto físico había desmejorado mucho. Había perdido bastante
peso y dos grandes ojeras violáceas cubrían sus párpados. Su
aspecto era deplorable.
—Hija,
¿hoy tampoco piensas salir?
—No,
madre. No tengo ganas. Quiero estar sola y sólo tengo deseos de
morir.
—No
digas eso, hija. Tienes toda una vida por delante.
—¿Y
para qué la quiero, madre, si mi prometido no se acuerda de mí?
—Algún
día se acordará, hija.
—¿Cuándo
será ese día? Cuando ya sea una vieja y nadie quiera mirarme a la
cara.
—Como
sigas empecinada en tu testarudez, no habrá que esperar mucho para
no mirarte a la cara. ¿Tú te has visto en el espejo? Ya casi eres
el fiel retrato de la muerte. Hija, come un poco y sal de tu
habitación. No puedes continuar encerrada aquí, porque esto acabará
con tu vida.
—Eso
es lo que quiero, madre. Ya no tengo ganas de vivir.
—No
seas terca, hija. Vamos, acompáñame al salón. Allí tomarás algo
y después bordaremos un juego de servilletas.
Doña
Dadildis tomó por el brazo a su hija con intención de sacarla de su
aposento, pero doña Jimena se resistía.
—Anda,
hija. Vamos al salón.
La
joven oponía resistencia a su madre, pero al fin cedió. Poco
después madre e hija bordaban un juego de servilletas de fino lino.
El día era soleado y algo caluroso. Era una mañana de principios de
septiembre.
—¿Quieres
que salgamos a dar un paseo por el patio, hija? Hace un día
agradable y llevas muchos meses aquí encerrada sin que te dé el
sol.
—Hoy
no me apetece, madre.
—Tienes
que comer un poco más y dejar que te toque el sol en el rostro para
recuperar el buen aspecto que tenías. Te has quedado demacrada como
un cadáver.
—¡Qué
importa eso! Para los pretendientes que tengo…
—No
digas tonterías. Tienes un pretendiente que un día u otro
solicitará tu mano y debes estar preparada y presentable para cuando
llegue ese momento.
—No
estoy yo tan segura de eso. Y si no, ¿por qué no ha pedido ya mi
mano?
—Sus
razones tendrá, hija. Debes tener paciencia.
—Eso
es lo que ya no tengo, pues se están pasando los meses y los años
sin que mi prometido dé el paso que debe dar y yo, entretanto, me
voy consumiendo poco a poco.
—Y
más que te consumirás si no te cuidas. Vamos, hija, levanta ese
estado de ánimo. No puedes dejarte consumir lentamente. Deja el
bordado y vamos a dar un paseo por el patio. Hoy mismo hablaré con
tu padre sobre tu apatía para que tome una resolución. Parece que
no ve o no quiere ver lo que te pasa.
La
madre consiguió al fin que la hija accediera a dar un paseo por el
patio del palacio. La joven estaba tan debilitada que apenas podía
andar. Para conseguirlo tenía que apoyarse en el brazo de su madre.
Su debilidad la había llevado a un estado lamentable. Después del
almuerzo doña Dadildis logró retener a su marido a su lado para
charlar a solas con él.
—García,
¿os habéis fijado el estado en el que se encuentra Jimena?
—No
mucho. Me ha parecido que está algo más delgada y demacrada.
Supongo que serán problemas de la edad.
—No,
querido, no. No son problemas de la edad ni está algo más delgada.
Está al borde de la inanición y todo porque don Alfonso no da
señales de vida. Nuestra hija se nos va si no dais un paso adelante
y exigís al rey de Asturias que cumpla con lo pactado.
—Pero,
mujer, ¿cómo queréis que fuerce a don Alfonso a dar el paso que le
corresponde dar a él? No es lo normal.
—No
lo será, pero debéis darlo por tu hija. Miradla cómo está. Está
en los huesos y si no tomamos medidas rápidamente, no tardaremos en
enterrarla.
—¿Tan
grave es?
—Más
de lo que os pensáis, García. Parece que no tuvierais ojos en la
cara para ver su aspecto. Apenas se mantiene en pie. Necesita apoyo
para poder caminar. Además, está demacrada como un cadáver. Hay
que hacer algo y de prisa si no queremos enterrarla en cuatro días.
—Si
es tan grave el asunto, mandaré urgentemente un correo a Oviedo para
exigir a don Alfonso que cumpla con su compromiso. Pero no debemos
olvidar que el pacto fue entre su padre y yo mismo y que él no está
obligado a cumplirlo.
—Ya
lo sé, querido. Pero, si es un caballero, lo cumplirá. Así que no
hay tiempo que perder por el bien de nuestra hija.
—Quedad
tranquila, esposa mía, pues mañana mismo saldrá un correo para
Asturias.
Doña
Dadildis, más tranquila, dejó a su esposo para ir en busca de su
hija a darle la buena nueva. Ésta se hallaba tendida en su lecho
después de haber vomitado lo poco que había comido. Su estómago,
acostumbrado a prolongados ayunos, no admitía los alimentos que
había ingerido.
—Pero,
¿qué te pasa, hija? —preguntó angustiada doña Dadildis cuando
vio el rostro macilento y desencajado de doña Jimena.
—No
me encuentro muy bien, madre. Me debe de haber sentado mal la comida.
—Mandaré
que te preparen una infusión de manzanilla. ¡Qué aspecto más
horrible tienes!
La
madre ordenó a una de las sirvientas que le preparara la infusión y
se la sirviera inmediatamente. Al cabo de cinco minutos doña Jimena
tomaba pequeños sorbos de manzanilla recostada sobre su cama. Poco a
poco fue recuperando el color y su aspecto fue mejorando
notoriamente.
—A
partir de este momento te conmino a cuidarte de ti misma. No te
permito que sigas obstinada en tu conducta. Mira las consecuencias de
tu empecinamiento.
—Lo
intentaré, madre, pero no os prometo nada.
—Ya
me cuidaré yo de que lo cumplas. Además, acabo de hablar con tu
padre. Mañana mismo saldrá un mensajero para Oviedo para obligar a
don Alfonso a que se pronuncie. Tu padre y yo confiamos en que cumpla
lo pactado. Así que a partir de hoy mismo quiero que cambies tu
conducta. No puedes seguir suicidándote lentamente como estás
haciendo.
—¿De
veras va a enviar un mensajero a Oviedo?
—Sí,
querida.
—¿Y
vos creéis que don Alfonso me aceptará por esposa?
—Lo
creo y lo espero. Don Alfonso, como caballero que es, no podrá
incumplir lo pactado entre tu padre y el suyo. Así que la respuesta
tiene que ser positiva. Por eso a partir de hoy harás todo lo
posible por tornar a la normalidad para volver a ser quien eras.
—Lo
haré, madre. Ahora sí que lo haré.
Aún
no había regresado el mensajero con la respuesta del rey de Asturias
y ya el aspecto de la infanta había mejorado notoriamente. En su
cara ya casi no quedaban huellas de sus enormes ojeras. El color de
su tez también había mejorado bastante. Había recuperado algún
que otro kilo en su peso. La alegría volvía a inundar su cara. Sus
hermosos ojos negros brillaban con un nuevo brillo. Se podía decir
que había vuelto a nacer. Dedicaba la mayor parte del tiempo a
bordar su ajuar para tenerlo acabado antes de su boda. También
empleaba algunas horas a pasear con su madre y sus hermanas por el
patio del palacio y los alrededores del mismo. Quería recuperar sus
fuerzas y mejorar su aspecto físico.
Un
día, después de algo más de un mes de su partida, regresó el
mensajero que don García había enviado a Oviedo. Las nuevas que
portaba no podían ser más felices para la infanta. A partir de
aquel momento redobló sus esfuerzos para poder presentarse ante su
futuro esposo tan hermosa y radiante como él desearía encontrarla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario