18
Clouto llamó urgentemente a
Toreno. Había observado movimientos muy sospechosos poco después de
la partida de la comitiva que portaba los restos de Elaeso. Algunos
hombres del entorno de Gordón se movían de un lado para otro sin
motivo aparente y no hacían más que frecuentar la tienda del
conspirador.
—¿Qué pasa, Clouto? ¿Por
qué me has mandado llamar con tanta urgencia? —le preguntó Toreno
a su amigo cuando entraba en su tienda.
—Toreno, me parece que
Gordón trama algo. Hay mucho movimiento en su tienda y sus secuaces
no hacen más que ir y venir. Seguro que están tramando algo.
—Es muy probable. ¿Qué
quieres que haga?
—Mira, Toreno, como yo no
puedo abandonar el puesto de mando y sé que no tardarán en venir
por mí, te ordeno que salgas del campamento lo más sigilosamente
posible y que te refugies en el poblado hasta la llegada de Medulio.
Cuando regrese, lo pondrás al corriente de lo que está ocurriendo
aquí, porque estoy seguro que va a suceder algo muy pronto de
consecuencias impredecibles.
—De acuerdo, amigo. Así lo
haré.
—Bien, Toreno, pues date
prisa, porque en cualquier momento esa gente se va a presentar aquí
y si nos encuentran a los dos, se habrá perdido toda esperanza de
poder avisar a Medulio. Vete ya.
—A la orden, Clouto.
Toreno abandonó la tienda de
Clouto con intención de salir del campamento. Como le había
advertido su amigo, tomó todas las precauciones posibles. Antes de
abandonar el recinto, pudo observar, como le había vaticinado
Clouto, que un grupo del círculo de Gordón con él a la cabeza se
dirigía con premura a la tienda de mando. No quiso ver más. Con
toda la rapidez que le permitieron sus piernas puso tierra de por
medio y en pocos minutos se hallaba lejos del campamento. Se cercioró
bien de que nadie lo siguiera. Poco después se refugiaba en casa de
Alán, donde sabía que haría un alto la comitiva que había
acompañado los restos de Elaeso a su lugar de origen.
Entretanto en el campamento
ocurrían los acontecimientos que Clouto sospechó. No muy bien había
abandonado Toreno la tienda de éste, cuando se presentó allí
Gordón con sus esbirros. Clouto trató de oponer resistencia, pero
no le sirvió de nada dada la superioridad de sus atacantes.
—¡Desarmadlo
y atadlo de pies y manos! —ordenó Gordón a sus secuaces.
—¿Qué es lo que os
proponéis? —protestó Clouto, que se resistía a ser detenido.
—¿A ti qué te parece? —le
preguntó con sorna Gordón.
—¡Traidor! —gritó
Clouto.
Uno de los que lo sujetaba le
propinó un fuerte bofetón en la cara.
—¡Cierra la boca! —le
conminó Gordón—. Te irá mejor. Tu momento de gloria se ha
acabado, como el de tu amigo Medulio. A partir de ahora quien va a
mandar aquí voy a ser yo. ¡Encerradlo! —ordenó a los que lo
habían maniatado.
Antes de proceder a la
detención de Clouto, los sublevados se habían hecho con el Cuerpo
de Guardia del campamento. Ése era el trajín de los hombres de
Gordón que Clouto había observado en los momentos que precedieron a
su detención. Una vez apoderados del puesto de guardia, procedieron
a su detención. Conseguidos sus objetivos, Gordón hizo reunir a
todos los soldados del campamento para comunicarles los cambios
producidos y que a partir de aquel momento él era el comandante en
jefe. La mayoría de los presentes no aprobaba el golpe de mando,
pero no tenían más opción que aceptarlo. Los habían formado para
obedecer ciegamente a sus superiores y no para cuestionar sus
decisiones. Así, pues, aceptaron resignadamente los hechos.
Cinco
días habían transcurrido desde que Medulio y su séquito
abandonaran el campamento. Cuando llegaron a casa de Alán, Toreno
puso a su jefe al corriente de los hechos tan graves ocurridos en el
campamento. El general ya se esperaba que algo así podría ocurrir
en su ausencia, por lo que no se inmutó ante la noticia.
Sencillamente se cumplió el presentimiento que él tenía.
—Ya me temía que algo así
podría ocurrir —comentó con asombrosa tranquilidad—. Tendremos
que organizar un plan para recuperar el mando. Gordón pagará cara
esta traición. Debería haberle hecho caso a Clouto y haberle parado
los pies hace tiempo, pero el respeto a mi padre me impidió hacerlo.
Ahora ha llegado el momento y os juro que lo va a pagar muy caro.
—¿Qué puedes hacer?
—insinuó Alán—. Ellos son muchos y tú no tienes más que un
puñado de tu gente. Acabarán con vosotros en un abrir y cerrar de
ojos.
—No te preocupes, Alán, ya
urdiré algún plan. De todas maneras, ellos no son tantos. Puede que
sean menos que los que estamos aquí. La mayoría de los soldados
está conmigo y no con él.
—Entonces, ¿por qué no se
han opuesto al golpe y han sometido al traidor? —replicó Alán.
—Buena pregunta, querido
suegro. No lo han hecho porque los soldados están formados para
obedecer y no para tomar decisiones. Aunque no estén de acuerdo,
obedecerán a quien los mande. Pero no te preocupes, Alán, que aquí
sí que hay quien puede tomar decisiones y las tomará. De eso puedes
estar bien seguro.
—¡Que los dioses te oigan,
Medulio! Espero por tu bien que tengas éxito en la operación.
—Lo tendré, querido suegro.
No te quepa la menor duda.
Medulio diseñó un plan para
entrar aquella misma noche en el campamento y hacerse con el mando.
Lo primero de todo era jugar con el factor sorpresa, que estaba de su
parte. Aunque los sublevados estarían expectantes ante su posible
llegada, ignoraban que Medulio estuviera advertido de lo ocurrido.
Por eso esperaban que entrara descuidadamente en el recinto militar,
momento que aprovecharían para detenerlo. Nadie sospechaba que
podría ocurrir de otra manera. Una vez dentro, se harían
inmediatamente con el Cuerpo de Guardia. Luego, sin levantar
sospechas y con todo el sigilo del mundo, se dirigirían al puesto de
mando y reducirían a todos sus ocupantes. La operación no podía
fallar. Además, el general contaba con los mejores hombres de su
ejército, que eran todos sus paisanos y compatriotas. También
contaba con el valor y la lealtad de Toreno.
Entrada la noche, Medulio y el
grupo de sus leales penetraron en el campamento para llevar a cabo el
plan diseñado. Todo les salió como habían previsto. En menos de
diez minutos se habían hecho con el Cuerpo de Guardia y con el
puesto de mando. Gordón no podía creerlo. No entendía cómo podían
haber llegado hasta allí sin ser advertidos ni tampoco cómo se
habían podido enterar de su golpe de mando. Desde que se hizo con el
campamento, nadie había entrado ni salido de él. —¿Cómo era
posible, entonces, que Medulio lo supiera?—, se preguntaba. De
todas maneras, eso ya no importaba. Él y su grupo habían sido
reducidos.
A la mañana siguiente, sin
pérdida de tiempo, Medulio ordenó formar a todas sus tropas. Era el
momento de ajustar cuentas. Una vez reunidos todos ante su tienda,
ordenó llevar ante él a los detenidos. Aparentemente estaba sereno,
pero en su interior ardía de furia contra Gordón. Apenas había
conciliado el sueño durante toda la noche en espera de aquel
momento. Hacía tiempo que debería haber terminado con las insidias
de su enemigo. Por fin había llegado el momento de hacerlo.
—Esto sólo va con nosotros
dos —le dijo a Gordón cuando lo tuvo ante sí—. Ahora vamos a
ver quién es el valiente y quién el cobarde. Se acabaron tus
bravuconadas. Soltadlo para que pueda luchar conmigo cuerpo a cuerpo.
Los guardianes le cortaron las
ligaduras. Los ojos de Gordón estaban inyectados en sangre por la
rabia. Cuando se vio libre de las ligaduras, se frotó las manos y
las muñecas para desentumecerlas. Comenzó a dar vueltas alrededor
de Medulio como para sopesar sus posibilidades de atacarle o
encontrar los puntos débiles de aquél. Sin previo aviso se lanzó
sobre el gigante, que rechazó su embestida con un fuerte puñetazo
en la cabeza. Gordón retrocedió medio aturdido, pero el golpe
encendió más su ira, por lo que volvió a arremeter contra su
enemigo. Medulio lo levantó en vilo y lo arrojó de espaldas contra
el suelo. El felón se retorcía de dolor, pero se irguió para
atacar de nuevo a su oponente con más rabia todavía. Entonces
Medulio comenzó a propinarle una serie de golpes que parecían
mazazos en la cabeza y en el pecho. Gordón logró devolverle alguno,
no obstante sus fuerzas eran infinitamente menores y, además, ya
estaba bastante desfallecido. Caía una y otra vez a tierra y cada
vez le costaba más esfuerzo levantarse. En uno de esos momentos uno
de sus secuaces le lanzó un puñal. Gordón logró cogerlo y,
sacando fuerzas de flaqueza, se lanzó contra su adversario. El
movimiento fue tan rápido, que Medulio no pudo evitar que lo hiriera
levemente en el brazo izquierdo. Aquello pareció avivar más su
furia. Tomó a Gordón por el brazo arrebatándole el puñal, que
lanzó con rabia a los lejos. Luego lo giró de espaldas y le pasó
su nervudo brazo por el cuello. Todos estaban expectantes de lo que
podía ocurrir. Entonces el gigante, ya cansado de tanto espectáculo,
con un rápido movimiento le rompió el cuello al traidor, que cayó
desplomado en tierra. La diversión se había acabado. Se había
hecho justicia.
La guardia entretanto detuvo
al que había lanzado el puñal a Gordón. Al acabar el combate, se
lo presentaron a Medulio.
—¡Que lo ejecuten! —ordenó
sin más preámbulos. Después de dirigir una mirada a todas sus
tropas, preguntó—: ¿dónde está el que se hizo cargo del Cuerpo
de Guardia durante la rebelión?
—¡Aquí está, señor! —dos
miembros del citado cuerpo condujeron a Magilo ante él.
—Bien, soltadlo —el
traidor se quedó de pie ante su jefe—. Te ordeno que salgas de las
tierras de los astures —continuó Medulio— y que nunca más
vuelvas a poner los pies en ellas. Si alguna vez lo hicieres, serás
ejecutado.
Magilo se postró a sus pies
en un acto de sumisión y agradecimiento.
—¡Lleváoslo de aquí y que
se cumpla inmediatamente la sentencia! —gritó—. Los demás
que participaron en la sublevación quedan absueltos.
Un murmullo general se
extendió por toda la concurrencia. Si hasta entonces habían
aplaudido todo lo que había hecho su jefe, este gesto de
benevolencia los dejó a todos anonadados. No esperaban que tuviera
clemencia para ninguno de los implicados. Hasta el propio Clouto se
quedó sin saber qué decir. Medulio siempre sorprendía por sus
actos.
—Acompáñame, Clouto
—invitó a su amigo—, que tenemos mucho que hacer.
Clouto se acercó a él
todavía incrédulo por la decisión final.
—Pero,
¿no vas a castigar a todos ésos? —insinuó casi sin poder creer
lo que veía.
—No —le contestó
escuetamente Medulio.
—No lo entiendo. Son tan
culpables como el propio Gordón. Algún día pueden volver a tramar
algo contra ti.
—No lo creo, Clouto. La
lección que han recibido hoy no se les va a olvidar tan fácilmente.
Así que no merece la pena derramar más sangre. Éstos se
convertirán en fieles vasallos. Ya lo verás, Clouto.
—Espero que no te
equivoques, pues podría costarte caro.
—Basta ya de charlas
estériles y vamos a trabajar, que hay mucho que hacer. Lo primero de
todo es que comience la instrucción y se normalice la vidda del
campamento. Cuanto más tiempo pase, más relajación habrá. Luego
vienes a verme para diseñar las estrategias que vamos a seguir. ¿De
acuerdo?
—¡A la orden, mi general!
—Bien, pues en marcha.
Clouto mandó formar a todas
las compañías. Acto seguido les transmitió la orden de reanudar la
instrucción. La normalidad volvía al campamento. Una vez comprobado
que todo funcionaba correctamente, regresó a la tienda de Medulio.
—Ya está todo en orden,
señor —comentó al entrar.
—Siéntate, Clouto —le
invitó amablemente—. En primer lugar, gracias por la iniciativa
que tuviste al enviar a Toreno fuera del campamento para que me
avisara de lo que aquí había ocurrido.
—Era mi deber, señor.
—Tu deber y tu lealtad.
Gracias, repito. De no haber sido por esa estrategia, tal vez hubiera
triunfado la traición, pues habríamos entrado en el campamento sin
tomar las precauciones debidas y eso nos podía haber costado la
vida. Fue un gran acierto tu medida y te felicito por ello.
—Gracias, señor.
—Ahora vamos a centrarnos en
el presente y en el futuro. Tenemos que reforzar los efectivos del
campamento. Por cierto, aún no sé cuántas bajas hemos tenido.
Necesito saberlo.
—Sí, señor. Ordenaré que
hagan un recuento exacto, aunque se calculan por encima de las
cuatrocientas víctimas.
—Bien, hoy mismo me darás
el número exacto.
—De acuerdo, señor.
Medulio se levantó de su
asiento. Con las manos cruzadas a la espalda dio varias vueltas por
el interior de la tienda. Su amigo lo contemplaba en silencio.
—Clouto, vas a ordenar a
Toreno que con dos hombres más recorra el país para reclutar a
todos los hombres disponibles entre dieciocho y veintitrés años.
Necesitamos aumentar urgentemente el número de soldados. Los romanos
pueden volver a atacarnos y seguro que en ese caso no van a venir tan
desprevenidos.
—A sus órdenes, mi general.
—Este ataque de los romanos
no creo que haya sido por casualidad. Seguro que lo tenían bien
planeado. Nunca nos habían atacado con tantos efectivos ni con tanta
maquinaria de guerra. Hay que estar preparados en todo momento.
—Sí, señor.
Efectivamente, los romanos
habían lanzado aquel ataque a los astures con miras bastante altas.
A diferencia de otras veces, que habían sido meros escarceos, en
esta ocasión se habían propuesto vencer y liquidar a los astures.
Pero se quedaron cortos en sus previsiones o tal vez subestimaron las
fuerzas enemigas. Quizá no contaron con aquel ejército bien
organizado de Elaeso. El caso es que les sirvió de lección y que el
próximo ataque que llevaran a cabo no sería tan improvisado. La
próxima vez irían mucho más en serio.
Medulio volvió a tomar
asiento. Se le veía pensativo y preocupado. Se acercó aún más a
su amigo para comunicarle su plan.
—Clouto, tenemos que ubicar
varios destacamentos en los puntos más estratégicos de nuestro
territorio. No podemos quedarnos de brazos cruzados a recibir nuevos
ataques sorpresa de nuestros enemigos.
—Estoy totalmente de
acuerdo, señor.
—Vamos a situar estos
destacamentos en los siguientes puntos: en Lancia,
Brigaecium, Curunda y
Bergidum.
—Me
parece muy bien, señor.
—En principio los dotaremos
con veinticinco efectivos. Más adelante, si necesitan más, se los
proporcionaremos. Su misión principal de momento será de
vigilancia. Estarán atentos a cualquier movimiento de las tropas
romanas. Cualquier amenaza que pueda producirse nos la comunicarán
inmediatamente.
—Sí, señor.
—Los preparativos comenzarán
ya. Quiero que en una semana como máximo se encuentren todos ellos
en sus destinos.
—De acuerdo, señor.
—Pues, en marcha.
—A la orden, señor.
Clouto se dirigió a la puerta
de la tienda para cumplir las órdenes de Medulio.
—Ah, se me olvidaba. Toreno
debe partir como muy tarde mañana.
—Sí, señor.
Clouto se despidió de su
comandante en jefe con un saludo militar. Después comenzó a
organizar y a poner en marcha todas las órdenes que aquél le había
dado. Mientras tanto, Medulio daba vueltas en su tienda cabizbajo y
pensativo. Por la tarde Clouto le comunicó el número exacto de
bajas. Eran quinientas. Por tanto, en aquel momento contaban con mil
quinientos efectivos. Eran muy pocos. Había que incrementar
sustancialmente ese número. De lo contrario, estaban perdidos ante
un ataque del enemigo. Medulio pedía a los dioses que esto no
ocurriera inmediatamente. Al menos que le dieran tiempo para
reorganizarse e incrementar sus fuerzas.
Transcurridos cinco meses,
Toreno había logrado reclutar cuatro mil quinientos hombres. Medulio
estaba plenamente satisfecho. Con aquellos efectivos bien preparados
podía hacer frente sin problemas a una legión entera de los
romanos. De momento, era suficiente. Pero no había que perder el
tiempo. Esos hombres debían ser preparados de inmediato para la
guerra. Así que la instrucción tenía que comenzar ya. El general
impartió órdenes a sus jefes e instructores para que la actividad
no cesara un momento en todo el campamento. El primer objetivo, el de
incrementar los efectivos, se había alcanzado.
Medulio, preocupado por la
organización del campamento y por la formación de sus tropas, tenía
algo abandonada a su familia. Un día su mujer se lo echó en cara.
—Parece como si no
existiéramos para ti. No tienes ojos nada más que para tu ejército.
—No
me digas eso, cariño. ¡Cómo no me vais a importar! —Medulio la
besó levemente en los labios—. Lo que pasa que el ejército
absorbe casi toda mi atención. Debe estar preparado para un posible
ataque y el máximo responsable de esa preparación soy yo.
—¿Casi
toda la atención? —exclamó Elba con cierto malhumor—. Yo diría
que toda. Si apenas miras para nosotras.
—Lo siento, cariño. A
partir de ahora intentaré prestaros más atención, pero no puedo
dejar de lado mis obligaciones. Piensa que la seguridad de todo
nuestro pueblo está en mis manos. Es una carga muy pesada que no
puedo alejar de mí.
—Lo sé, cariño, pero me
gustaría que también nos dedicaras algo más de tiempo a nosotras.
Alda crece aquí a tu lado casi sin poder verte. Ella también
necesita tus atenciones.
—Tienes razón, querida.
Intentaré estar más cerca de vosotras.
Medulio y Elba continuaron con
sus reconvenciones y promesas, con sus pequeñas desavenencias y
reconciliaciones familiares durante un breve espacio de tiempo. Luego
él se dirigió a sus dependencias militares, mientras su mujer
volvió a las tareas del hogar. La vida continuaba con su normalidad.
© Julio Noel