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Alfonso
VI se dirigió con sus mesnadas a tierras de Badajoz para
frenar el avance de los almorávides a cuyo frente iba Yusuf ibn
Tasufin. Acompañaban al rey muchos de sus mejores vasallos y también
algunos caballeros franceses con sus correspondientes tropas de
infantería. Avanzaban por tierras pacenses para librar batalla
contra los moros invasores que se habían apoderado de aquellos
campos y los asolaban a su paso. Ambos ejércitos se enfrentaron en
un lugar llamado Salatrices, donde el Bravo se abalanzó con
gran denuedo sobre las huestes sarracenas infundiendo valor a los
suyos y sin preocuparse de su persona. Mas la mala suerte hizo que
una lanza del enemigo lo hiriera en un muslo, lo que le forzó a
abandonar el campo de batalla protegido por los suyos.
Varios
de los condes allí presentes obligaron a reitrarse a los musulmanes,
luchando ferozmente contra ellos hasta altas horas de la noche
favorecidos por la luz de la luna. Álvar Fáñez aprovechó el
momento para poner a salvo al rey conduciéndolo hasta el castillo de
Coria a donde llegaron al día siguiente. Cuando los condes
regresaron sanos y salvos a Coria, don Alfonso, que los daba por
muertos, les reconoció su gesta y el gran valor que habían
demostrado por haberle salvado la vida. Todos agradecieron al Señor
el haber salido incólumes de la batalla, aunque lamentaron su
derrota por la mala organización que hubo. Yusuf después de haber
ganado el enfrentamiento se retiró a África, mientras que don
Alfonso regresaba a Toledo herido y humillado con el oprobio de la
amarga derrota.
A
su llegada al palacio real dio orden que no lo molestara nadie. Quiso
permanecer solo en sus aposentos durante muchos días para restañar
la herida de su pierna y las de su corazón. Se negó a recibir
visitas salvo la de su médico y la de su amantísima esposa la reina
doña Isabel. Aquél intentó sanarle la herida física, que no lo
logró del todo. El rey ya no pudo montar a caballo nunca más. Su
dulce esposa se propuso curarle con algo más de éxito las heridas
de su alma.
—¿Cómo
te encuentras hoy, amor mío? —preguntó doña Isabel acercándose
al lecho real de don Alfonso.
—Un
poco mejor, mi dulce amada, pero me sigue doliendo la herida.
—Paciencia,
esposo mío. Con el tiempo se te curará.
El
monarca hizo un gesto dubitativo.
—No
sé, Isabel, tengo mis dudas. A estas alturas ya debería estar
curada. Hace más de dos meses que me hirieron y aún no ha
cicatrizado del todo.
—Piensa
que a tu edad le cuesta más.
—Con
todo y con eso, ya debería haberse cerrado después de todo este
tiempo. La anterior al cabo de un mes ya la tenía cicatrizada. El
galeno me da esperanzas, pero yo me temo lo peor. Aún supura un poco
y, aunque se ha controlado la infección, no termina de cerrar. Esta
herida me va a llevar a la tumba.
—No
digas tonterías. Pronto te veo montando a caballo otra vez para ir a
luchar de nuevo.
El
rey le sonrió a su esposa con una sonrisa cargada de melancolía y
escepticismo. Él mejor que nadie sabía que no podía mover la
pierna. ¿Cómo iba a montar a caballo en esas condiciones?
—¡Qué
más quisiera yo que volver a montar a caballo! Para mí ya se han
terminado los caballos y las batallas, Isabel. Me conformo con volver
a levantarme algún de este lecho.
—¡Qué
pesimista estás hoy, amor mío! Así seguro que no te curarás.
Debes tener más confianza en el físico y en ti mismo para ponerte
bien. Anda, anima un poco ese espíritu tan deprimido que tienes hoy.
—Tengo
el mismo de cada día, querida mía.
—Pues
no lo parece. Anímate un poco, verás como de aquí a unos días
vuelves a caminar con total normalidad.
—Agradecería
a Dios que pudiera volver a caminar sin fijar ningún plazo. No me
importa el tiempo que tenga que permanecer postrado en el lecho con
tal de volver a caminar algún día. Sería muy triste para mí tener
que dejar este mundo sin poder abandonar ya nunca más esta cama.
—No
seas tan agorero. Ten fe y verás cómo te curas.
Un
mes más tarde dejaba el lecho para dar los primeros pasos apoyado en
sendas muletas. Aún tendrían que pasar varios meses más antes de
poder caminar sin el auxilio de un bastón, pero montar a caballo ya
formaba parte del pasado.
Desde
que ya pudo caminar apoyado en una sola muleta volvió a recibir
visitas en su palacio. Una mañana paseaba por su jardín cuando le
anunciaron la llegada del arzobispo.
—Os
encuentro muy mejorado, Señor.
—Lo
dices por adularme, Bernardo.
—No,
Majestad. Lo digo con sinceridad. Desde la última vez que os vi
habéis mejorado en todo, hasta el color de vuestra tez es más
saludable.
—Será
el aire y el sol toledanos.
—Tal
vez, Señor, pero vuestro aspecto es mucho mejor. Ahora sólo falta
que vuestra pierna se recupere del todo.
—Eso
ya es harina de otro costal. La herida ya ha cicatrizado del todo,
pero la pierna está muy floja aún. No puedo apoyar el pie en el
suelo sin la ayuda de la muleta. El médico me ha dicho que la lanza
se clavó en el propio hueso y que teme que se haya fracturado. De
haber sido así, la fractura ya estará soldada, pero me llevará
mucho tiempo recobrar toda la movilidad de la pierna, si es que la
recupero alguna vez.
—No
seáis tan pesimista. Los médicos siempre exageran para curarse en
salud. Ya veréis cómo os recuperaréis pronto del todo y podréis
volver a hacer vida normal.
—Dios
te oiga, Bernardo. ¿Y qué nueva me traes?
—Nueva
nos os traigo ninguna, pero deberíais formalizar la sucesión de
vuestro hijo por lo que pueda ocurrir.
Don
Alfonso se había detenido para sentarse en un banco del jardín. El
arzobispo le ayudó a tomar asiento sentándose él después a su
lado.
—¡Ay,
ay, ay, cómo te delatas, Bernardo! Como para creer en tus
adulaciones. ¿No me estabas diciendo hace un momento que me
encuentras muy bien de salud?
—Y
es cierto, Majestad.
—Si
es cierto, ¿por qué me haces esta propuesta?
—Bueno,
no está de más atar todos los cabos, Señor. Debéis pensar en el
bien del reino por encima de vuestra propia persona. Si ocurriera
algo, Dios no lo quiera, estaría todo atado. De todas maneras
también lo digo porque vuestro hijo ya va dejando de ser un niño y
conviene declarar públicamente que es vuestro heredero.
—Tienes razón, Bernardo. Vas a convocar un concilio que se
celebrará en León a finales de mayo. Espero que de una manera u
otra pueda viajar hasta allí. En él declararé oficialmente a mi
hijo como mi sucesor. Acudirán todos los nobles y magnates del
reino. Asimismo se personarán en él todos los obispos y abades de
este vasto imperio. Quiero darle al acontecimiento todo el boato que
le corresponde para evitar malentendidos.
—Me
parece muy bien, Señor. Sólo tengo que ponerle una objeción. ¿Por
qué no lo celebráis aquí en Toledo y os evitáis ese largo viaje?
El
rey se tomó un pequeño respiro antes de contestar al arzobispo.
—Porque
la capital de todo mi reino sigue siendo León. Por eso es allí
donde quiero formalizar el acto para darle toda la significación que
requiere.
—En
tal caso, no tengo nada que objetar.
Don
Alfonso hizo ademán de levantarse. El arzobispo acudió raudo a
prestarle ayuda. Poco después regresaban a palacio, pues el monarca
no se sentía con demasiadas fuerzas para continuar el paseo.
Una
fresca mañana de mayo don Alfonso y doña Isabel se preparaban para
partir hacia León desde el monasterio de San Benito de Sahagún,
donde se habían detenido unos días para descansar de su largo
viaje. Un mensajero que llegaba al trote les hizo saber que don
Raimundo de Borgoña se hallaba gravemente enfermo.
—Majestades
—el mensajero se postró ante los reyes—, su yerno, el conde don
Raimundo, se ha puesto muy enfermo cuando venía para aquí a
visitaros.
—¿Dónde
está?
—En
Grajal de Campos, Señor. Aproximadamente a una legua de aquí.
—Muy
bien. Le haremos una visita antes de partir para León, pero nos
gustaría saber qué le ha pasado.
—Tiene
disentería, Majestad. La gran debilidad que se ha apoderado de él
lo tiene postrado en el lecho.
Los
reyes se acercaron a Grajal para visitar al enfermo al que
encontraron muy abatido por el contratiempo. Apenas intercambiaron
unas palabras, pues a don Raimundo le faltaban las fuerzas casi hasta
para hablar. Después de la visita los monarcas continuaron viaje
hacia León para asistir al concilio que se celebró pocos días más
tarde, en el que se declaró solemnemente a don Sancho Alfónsez como
legítimo heredero del trono leonés. Por su parte, don Raimundo
lamentó no poder asistir al mismo como era su propósito. Tuvo que
permanecer en el lecho por espacio de varias semanas y cuando lo
abandonó, aún se vio obligado a guardar reposo durante un mes más.
Pasado ese tiempo, sin haberse recuperado del todo, decidió regresar
a su amada Galicia donde esperaba reponerse totalmente. Allí fue
cuidado por expertos médicos, pero el 20 de septiembre la enfermedad
acabó con su vida. Sus restos mortales fueron enterrados en la
catedral de Santiago por orden del obispo Diego Gelmírez. Don
Alfonso envió sus condolencias a su hija y le ordenó que
permaneciera en Santiago mientras él no la autorizara a abandonarlo.
El
fallecimiento de don Raimundo obligó a convocar otro concilio en
León a finales de año, en el que don Alfonso dispuso que todas las
posesiones de su yerno revirtieran a la corona. A su hija doña
Urraca le dejó el condado de Galicia, pero condicionado a que no se
volviera a casar. En caso de que contrajera nuevas nupcias, el
condado pasaría a manos de su nieto, Alfonso Raimúndez. Para dar
autenticidad a lo pactado, obligó a jurar a Diego Gelmírez que
velaría por lo allí acordado.
Poco
después de la celebración de este segundo concilio, la reina doña
Isabel, que estaba embarazada, se sintió indispuesta. El médico
acudió presuroso a la cabecera del tálamo real. Las camareras que
cuidaban a la reina corrían de un lado para otro desasosegadas. La
matrona no se separaba de la parturienta. Todo el mundo se hallaba
inquieto. En palacio se vivían momentos de angustia. Al cabo de diez
terribles horas de congoja y agonía, la reina tuvo un malparto.
Doña Isabel poco a poco iba dejando la vida a medida que sus venas
se iban quedando sin sangre. El médico hizo todo lo posible por
salvarla, pero fue en vano. Unas horas más tarde la bella mora yacía
exánime en su lecho mortuorio. Parecía una estatua de alabastro de
las deidades griegas.
Don
Alfonso quedó destrozado cuando se enteró del fatal desenlace. El
severo golpe sentimental que acababa de recibir era superior a su
entereza física y moral. El rey no se sentía con fuerzas para
continuar viviendo. ¿Qué iba a hacer ahora sin su bella mora? Por
unos instantes sintió deseos de quitarse la vida. ¿Cómo iba a
sobrellevar los años que le quedaban sin una mujer a su lado, él
que siempre había vivido rodeado de mujeres hasta aquel triste
desenlace? El Señor le enviaba un cáliz demasiado amargo para
enfrentarse a su vejez. ¿Sería por su orgullo? ¿Por los errores
cometidos en su vida? ¿Sería la última prueba a la que lo
sometería?
Los
funerales por el eterno descanso del alma de doña Isabel se
celebraron en la catedral de León. Los ofició el obispo don Pedro,
que no sabía cómo consolar al rey don Alfonso. Le pidió que
hiciera un verdadero acto de contrición y se encomendara en las
manos del Señor. El rey así lo hizo. Durante la misa por el alma de
su esposa se dirigió a Dios en los siguientes términos:
«Oh,
Señor, ¿por qué me envías este cáliz tan amargo? ¿No has tenido
suficiente con quitarme tantas vidas que amaba, que has tenido que
arrebatarme también ésta que tanto quería y que era el consuelo de
mi vejez? ¿Por qué no me has llevado a mí en vez de ella? Yo ya
soy viejo y no sirvo para nada. Yo sólo sé luchar en el campo de
batalla. Señor, dame fuerzas para superar este trago tan amargo y si
tienes que llevarte a alguien, que sea yo el próximo. Te suplico que
no me vuelvas a someter a una nueva prueba. No la podría resistir.
Dame fuerzas para superar este trance y para despedir a mi dulce
amada en este día tan aciago de mi vida. Señor, perdona mi orgullo
y mi vanidad. Perdóname si en algo te he ofendido».
Don
Alfonso derramó amargas lágrimas durante la Eucaristía. Después
de recibir el sentido pésame de todos los nobles y magnates que
acudieron a las exequias de su difunta esposa, se retiró a sus
aposentos donde dio rienda suelta al llanto que oprimía su pecho
hasta dificultarle la respiración. Mientras los restos mortales de
doña Isabel eran conducidos al monasterio de San Benito de Sahagún
para ser inhumados junto a los de sus otras esposas, don Alfonso no
abandonó sus aposentos ni dejó de llorar por su divina amada. El
impertérrito paso del tiempo le ayudaría a superar su profunda
aflicción.
Habían
transcurrido ya varios meses desde la muerte de la reina Isabel y don
Alfonso continuaba aún alicaído por su pérdida. No lograba
reanimarse ni siquiera con los primeros efluvios de la incipiente
primavera. La presencia de los infantes tampoco contribuía a alegrar
su corazón. Sus consejeros no sabían ya qué hacer para infundirle
nuevos ánimos y la alegría por vivir.
—Señor,
debéis olvidar a vuestra difunta esposa y volver a la realidad —le
decía don Pedro una tarde de principios de abril mientras paseaban
por los jardines del palacio—. No podéis seguir así. Vuestro
reino necesita que alguien lo gobierne. No puede continuar abandonado
de la mano de Dios.
—Pedro,
amigo mío, siempre he escuchado tus consejos y he procurado
seguirlos, pero ahora no puedo. Se fue mi dulce amor y mi voluntad y
mi espíritu se fueron con él. Desde el fallecimiento de mi esposa
no tengo ganas de vivir. Quisiera dejar yo también este mundo, pero
me faltan las fuerzas para hacerlo.
—Por
favor, Majestad, no digáis eso que ofendéis a Dios. Debéis seguir
viviendo por el bien de vuestro reino y por el de vuestros propios
hijos. ¿Qué sería de ellos si ahora les faltarais Vos? Señor,
levantad vuestro estado de ánimo y recuperad las ganas de vivir.
Volved a ser aquel noble y valiente rey que siempre luchó por
engrandecer su reino y por el bienestar de sus súbditos. No os
olvidéis que el enemigo está alerta para atacaros y que no
desaprovecha ninguna oportunidad para hacerlo. No se la deis Vos con
vuestra apatía.
Los
sensatos consejos del obispo don Pedro no cayeron en tierra baldía.
Unos días más tarde el rey se encontraba totalmente animado. Había
reanudado su actividad normal. Como era su costumbre, comenzó a
recibir embajadas de otros reinos peninsulares y allende los
Pirineos. Un día se presentó ante él el heredero del duque de Este
con una embajada de su padre. Don Alfonso lo recibió con todos los
honores. Después de una larga y fructífera charla, el heredero del
duque le ofreció en matrimonio a su propia hermana para firmar así
el grato acuerdo al que habían llegado. El rey, que no podía vivir
sin una mujer a su lado, aceptó. Dos meses más tarde se celebraba
el enlace matrimonial entre don Alfonso y doña Beatriz en su lugar
predilecto, el monasterio de San Benito de Sahagún. Rincón que
eligió para pasar su última luna de miel y una temporada de plácido
reposo. Allí los dejaremos descansar en la quietud del monasterio y
en la paz del encantado paisaje a orillas del Cea, donde los hallarán
los graves acontecimientos que se describen en el próximo capítulo.
© Julio Noel