I
El sol discurre lentamente hacia el ocaso
por los dorados caminos del cerúleo cielo
y poco a poco su redonda lumbre se apaga
entre relucientes cristales de sangre y fuego.
Las glaucas y aterciopeladas aguas del mar
reciben sonrientes los fulgurantes destellos,
en las níveas crestas de sus agitadas olas
aletean los irisados colores del céfiro.
Blancas vuelan las gaviotas
en las lenes y azuladas alas del viento,
entre sus gráciles y etéreas acrobacias
fluyen inconmovibles los suspiros del tiempo.
Por los intersticios de la arrebolada brisa
se deslizan mis dulces y halagadores sueños,
que raudos se esconden en algodonosas nubes
para ocultarse del enojo de unos ojos negros.
II
Cuando niño miraba siempre al cielo,
por su azul vagaba mi fantasía,
en él trataba de encontrar consuelo
a los sinsabores del alma mía.
Por el azur mi inocencia vagaba
en busca de saetas de colores
y mi mirada siempre tropezaba
con los cárdenos y adustos alcores.
A veces observaba blancas rosas
volar por la azulada inmensidad,
eran más fragantes y primorosas
que las radiantes rosas de verdad.
Mis extasiados ojos deambulaban
por etéreas regiones de cobalto
y las blancas nubes me trasladaban
por encima del vértice más alto.
Una límpida mañana de abril
mi alma fue herida de agonía letal,
en el sinfín de la cúpula añil
no se vislumbraba un solo rosal.
III
Mis sueños de ayer eran verde sinfonía
que envolvía el dorado amanecer de mi infancia,
eran el azogado espejo de la inconstancia
que azuzaba los anhelos de mi fantasía.
Mis cárdenos sueños de hoy son flébil agonía
del último hálito de mi plateada estancia
en esta vida marchita, inhóspita y sin fragancia
que va agonizando lentamente día a día.
Risueños sueños de la infancia y juventud
que inundasteis de alegría mis primeros años
con vuestras gráciles alas de luz y color,
¿por qué en los aciagos años de mi senectud
ocasionáis en mi alma tan crueles desengaños,
que hasta el profundo abismo alcanza mi dolor?
IV
Con sus gráciles dedos el céfiro peinaba
las glaucas guedejas que por los prados sonreían,
su música acariciaba
el terciopelo esmeralda de la pradería.
Trinos de vivos colores surcaban el aire
en el verde frescor de la mañana cetrina,
mientras el amarillo canto de la oropéndola
en la fronda de un enhiesto chopo se escondía.
La dulce risa del silencio entre la espesura
sutilmente se escurría
y en sus candorosas alas llevaba prendidos
azules mechones de mi arrebolada vida.
Cálidos aromas portaba la sedosa aura
entre los tiernos abrazos de la suave brisa,
mientras mis penas se las llevaba la corriente
entre llantos y sonrisas.
V
La verde brisa besa la copa de los árboles
entre luces cenitales y suaves rumores;
en pos de sí se escuchan cantarines silencios:
dulces melodías de gárrulos ruiseñores.
En el silente fragor de la verde alameda
suspiran al viento fragantes exhalaciones
y entre el trémulo reír de las plateadas hojas
se apagan los ecos de los pájaros cantores.
Cuando el rendido ocaso extiende su rojo manto
y el reluciente oro enciende el lejano horizonte,
la exhausta alameda inerte y muda se queda
para adormecerse en los brazos de la noche.
En las alas del silencio derramo mis lágrimas
y a la nítida corriente arrojo mis dolores
para que de la muda alameda se los lleven
entre las heladas risas del viento del norte.
VI
El silencio de la noche le habla a la aliseda
entre risas de agua y suspiros de viento;
con melosa voz le contaba todas sus penas,
que eran tan carmesíes como sus sentimientos.
El río escuchaba sus apagados gemidos
conteniendo en el aire el rumor de su aliento,
mientras en su cristalino regazo recogía
las amargas lágrimas que exhalaba el silencio.
La noche fluía en busca de la alegre alborada
para alejarse de sus más inhóspitos miedos
y en su lento discurrir
se refugiaba en el tul de sus azules sueños.
Cuando el silencio de la noche se duerme en la
dulce mañana, la aliseda sonríe al céfiro
y el eterno fluir de las cantarinas aguas
se lleva las penas de la noche al verde piélago.
VII
Entre albas madreselvas y límpidos cristales
un tierno infante las horas entretenía,
en el incesante vagar de su fantasía
lágrimas y suspiros derramaba a raudales.
El eterno fluir con sus ojos virginales
contemplaba mientras del entorno se abstraía,
para el triste infante en el mundo nada había
fuera del amor y las caricias maternales.
La pasada noche mientras el niño dormía
una arcana voz le produjo gran estupor:
su adorable madre por los cielos ascendía
llevándose para siempre consigo su amor.
El triste niño las madreselvas no veía
ni la corriente que se llevaba su dolor.
VIII
Amanecer
Trémulas hojas mecidas por la leve brisa,
lágrimas de rocío en nenúfares de plata,
verdes ojos que se diluyen como la noche,
botones de oro que se extinguen en la alborada.
Tornasoladas saetas que atraviesan el aire,
angustiados gemidos que perturban la calma,
pausado despertar de la agonizante noche,
nuevas sensaciones en la naciente mañana.
Trinos que se elevan a las esferas celestes,
bruñidos cristales en que se miran las ramas,
rumores que sofocan el silencio nocturno,
bóveda azul que se viste con traje de gala.
Suaves aromas a jazmines y violetas,
abanicos de colores acunan el agua,
silencioso zumbido de la pionera abeja,
flores que liban rocío en campos esmeraldas.
IX
Una sutil y transparente gasa
con sus sedosas y alargadas lenguas
asciende lentamente por el valle
acariciando montes y laderas.
Los mortecinos rayos languidecen
al caer el velo sobre la ribera
y el paisaje en penumbra permanece
al paso de su grisácea estela.
Sus inasibles y húmidos dedos
acarician todo lo que rodean,
como la suave y maternal mano
que al tierno infante mima satisfecha.
Sedosos cabellos deshilachados
hacia las más altas cumbres se elevan,
tras ellos va ascendiendo silenciosa
la imparable masa de suave seda.
Todo el valle termina sumergido
en un vellón de lana cenicienta
que a modo de nave fantasmal surca
el tenebroso océano de tierra,
mientras ostenta alegre y jubilosa
los altos picos como ufanas velas.
X
Sueños dorados alimenta mi fantasía
en la tarde de oro de mi agobiada existencia,
aletean como mariposas en mi presencia
sin procurarme sosiego noche y día.
Esmeraldas y topacios veo en la lejanía
que impregnan mis sentidos con efímera esencia,
mas no pueden en mí reemplazar el mal de ausencia
que durante tanto tiempo aflige el alma mía.
De purpúrea luz un rayo esperanzador
de mi áureo sueño ha venido a liberarme
y, con signos de maternal amor y ternura,
a mis remotos recuerdos anhela mudarme.
¿Logrará trocar este tormento y amargura
en el gozo y ventura de mi primer albor?
XI
Una larga serpiente de oro
el plácido valle atraviesa,
va sembrando doradas hojas
por verdes prados de tierna hierba.
Un centenario chopo herido
con su copa la tierra besa,
la mitad del tronco roído
y la otra mitad casi seca.
Vigorosas lanzas doradas
a su lado se bambolean
mecidas por el suave céfiro
como bailarinas esbeltas.
En las cristalinas aguas
sus áureas copas espejean
como volubles mariposas
que jamás pueden estar quietas.
Viven el hoy despreocupadas
sin conocer que les espera
un mañana efímero como el del
viejo chopo que yace en tierra.
Así de frágil y fugaz
es la vida que nos aferra,
hoy, rozagantes y valientes
y mañana, polvo y pavesas.
XII
Tarde de oro en la resplandeciente floresta,
penachos de guata púrpura ornan el azur,
en el edén alegres notas de la oropéndola,
esplendente y sutil muselina de áureo tul.
Límpidos cristales que ya apenas reflejan
los irisados átomos de la tenue luz,
ondas lumínicas que con lentitud se alejan,
brazos de la noche ciñen el inmenso azul.
Poco a poco se extingue la naturaleza,
en el carmesí ocaso el celaje se ve aún,
el silencio escucha el graznido de la corneja
que quebranta el sosiego del plateado abedul.
Delicados aromas a flores y hierbabuena,
notas intangibles de un invisible laúd
resuenan dulces en la declinación serena
mientras se desvanece el azogue del azud.
XIII
El último estertor de la noche,
el postrero destello del lucero del alba,
el primer clarear en el saliente,
el rocío de la rosa en la alborada:
amanecer.
La libélula lila en el junco azul,
el reclamo de la oropéndola entre hojas de plata,
plomo derretido en la inhóspita tierra,
el verde frescor de la corriente del agua:
mediodía.
Oro y púrpura en el poniente,
voces y ruidos en retirada,
silencios y emociones en el ambiente,
sombras de la noche ya alargadas:
anochecer.
XIV
Los plateados rayos de la luna
encendían las olas verdemar
que rumorosas iban a besar
las doradas arenas de la duna.
Llegaban a la orilla de una en una
para allí sus penas aligerar,
luego tornaban a la brava mar
a guarecerse en su esmeralda cuna.
Para arrojar de las olas la pena,
a través de un sutil hilo de plata
de la luna un hada descendió.
Cuando la ninfa se posó en la arena,
una inmensa ola, insolente e ingrata,
al fondo de la mar se la llevó.
XV
Ígneo fuego estival,
tu ardiente lengua calcina las rosas
que alborozadas y primorosas
ríen espléndidas en el rosal.
A tu llama letal
prefiero las umbrías vagarosas,
por do fluyen las aguas rumorosas
de un alegre y cantarín manantial.
Su frescura vital
sofoca en mí las fiebres ardorosas
y edulcora las llamas más fogosas
del implacable calor cenital.
El fresco fontanal
fluye por la alameda frondosa
y deja en pos de sí una estela acuosa
como frágil camino de cristal.
XVI
Dulces cadencias besan mis oídos
en el tierno amanecer del alba,
son como melodiosas armonías
que en la vorágine sedaran mi alma.
Cantos que al cielo las margaritas
elevan como sencillas plegarias,
músicas celestiales que emergen
de las flores más humildes y cándidas,
plegarias llenas de amor y ternura
que emana el rocío de la mañana.
Calurosos trinos verdes y azules
rompen el silencio de la suave aura,
sus cadencias mis oídos acarician
como el roce de una amapola grana.
Un azulado velo se despliega
en la lejana loma gris y cárdena
que quiere llevarse consigo al cielo
de este vate la pena más amarga.
XVII
A la orilla del río una paloma
de lenes alas blancas
alegre besaba el claro cristal
mientras bañaba sus pies en el agua.
Sus labios eran dos rojos corales,
sus mejillas, de grana,
sus cabellos, de oro,
y sus finas manos, de nívea plata.
Jovial y ausente se entretenía
acariciando la corriente clara
que con sus líquidas y suaves lenguas
lame sus pies de nácar.
Dulce melodía vibró en el aire,
como voz más divina que humana,
que todas las avecillas canoras,
al oírla, intentaron emularla.
Su canto quiso imitar el jilguero,
también lo probó la alondra parda,
remedarlo el ruiseñor quisiera
y hasta la oropéndola negrigualda.
Todas lo intentaron,
pero ninguna pudo superarla,
sobre todas ellas se elevó al cielo
la dulce voz de mi paloma blanca.
XVIII
Mi canción es como un sueño dorado
que al despuntar la aurora me despierta,
es como el ciervo azul
que extraviado recorre la selva,
es como la delicada flor malva
que nace en primavera,
es como lábil perla de rocío
desprendida de la luz de una estrella,
es un verso suelto que deambula
en el éter en busca de un poema.
Mi canción es como paloma herida
que en el fondo del mar busca su pena,
es sueño que nace enamorado
entre efluvios de mirto y hierbabuena,
es la luz que se apaga
en las frías noches de luna llena,
es un verso herido
en busca de un alma que lo comprenda.
Mi canción es la bella flor del alba
que en el piélago busca quien la quiera.
XIX
De rocío albas perlas en la afable
alborada emanan fragantes rosas,
por sus níveos pétalos se deslizan
como dulces lágrimas vaporosas,
que marchitaran las blancas mejillas
de una niña que su ausente amor llora.
Aromáticos efluvios atraen
al rosal coloridas mariposas,
que en armoniosa y rítmica danza
liban el dulce néctar con sus trompas.
Azules libélulas e irisados
insectos succionan de ámbar las gotas,
pero son del sol los dorados rayos,
que en el lapso de unas breves horas,
con sus lenguas de fuego
los destellos subliman de las rosas.
XX
¡Dorados atardeceres de otoño
que inundáis de colores la alameda,
que de luz y sombra pintáis el campo
y de ocres hojas cubrís la pradera!
¡Dorados atardeceres de otoño
que bañáis de luz y color mi tierra,
iluminad las sombras de mi alma
y desvaneced de ella sus tinieblas!
Quiero ver la luz de los viejos campos,
aspirar la fragancia de las huertas,
recorrer los intrincados senderos,
andar por sus caminos y veredas.
Quiero acercarme al sonoroso río,
oír el canto del agua entre las piedras,
bañar mis pies en los claros cristales
y la dulce voz de la filomena
escuchar entre los suaves murmullos
con que me brinde la naturaleza.
Quiero deleitar mis rudos sentidos
con las tiernas y fragantes esencias
que en las tardes doradas de otoño
impregnan las lenes ondas etéreas.
¡Dorados atardeceres de otoño
de mi lejana e inolvidable tierra,
no sé si podré vivir sin vosotros,
no sé si podré ser feliz sin ella!
XXI
El cielo vespertino
se cubre de oro y grana
y un cálido y dorado atardecer
se refleja en el espejo del agua.
El cristal pulido mis ojos besan
de las límpidas aguas azogadas,
mientras oigo un agradable silencio
que suspira en los poros de mi alma.
El globo solar despacio se aleja
hundiéndose en púrpura sangre en llamas,
de la alameda mueren los colores
y el agua se cubre con negra gasa.
Mis tristes ojos derramar quisieran
una furtiva lágrima,
pero lejanos sones se lo estorban
arrullados por el viento en las ramas.
XXII
Níveos narcisos el rocío perla
en el tierno nacer de la mañana,
irisadas lágrimas de los dioses
que por los blancos pétalos resbalan,
sutiles átomos de las estrellas
que en la noche lloran y derraman,
como gotas de diáfanos cristales,
sobre las flores más inmaculadas.
Etéreos zumbidos revolotean
entre las lenes corolas nevadas,
libando de las purísimas flores
sus esencias dulces y delicadas.
De oro aroman el éter
los filamentos con suaves fragancias
y de los blancos pétalos
se diluyen las irisadas lágrimas.
Mi alma sigue soñando
del río por las onduladas aguas,
mientras en el azul
celeste se oye una alegre tonada.
XXIII
Cuando el oro de la tarde ya muere
y por el valle se expande un tul malva,
todos mis recuerdos se arremolinan
en el rincón más oscuro de mi alma.
Un silencio hablador en la tarde
trae a mi memoria viejas palabras,
palabras que otrora fueron dulces
y ahora son tan amargas.
En el ocaso en que muere la tarde,
mil sombras se derraman alargadas
desde las cumbres al fondo del valle,
y de tanto cantar ya extenuadas
las aves van declinando sus ayes
hasta el tornar de la dulce alborada.
En el negro silencio sólo se oye
la voz de la suave aura
que por las níveas sombras se desliza
y en mudo fragor a mi lado pasa.
XXIV
En el plateado silencio del alba,
el plácido canto de la oropéndola
a mi dolorido corazón llama
y arranca de él espinas como penas.
Entre el espeso ramaje del río
mis ojos quieren verla,
pero la bella ave de hulla y oro
a mi vista se oculta en la arboleda.
En la rizada corriente del río
vuelan dos irisadas como flechas,
la fuerza del agua con brío rompen
y se ocultan raudas bajo las piedras.
En el plateado espejo cegador
con sutileza danzan dos libélulas,
semejan dos gráciles bailarinas
que sus etéreos pies el aire lleva.
Absorto en tan miríficas visiones
vuelvo mi mirada a la arboleda,
entre su follaje he creído ver
de oro un fulgor y unas alas negras;
era el impune vuelo
de la bella y evasiva oropéndola,
que de nuevo mi atención cautivó
y alejó de mi corazón las penas,
y como alegres aves
libres volaron a la mar eterna.
XXV
Ocres y oro en la tarde
tiñen de color la vieja alameda,
que atraviesa un fino hilo de plata
por do fluyen mis penas.
En un viejo olmo canta el ruiseñor
un canto de amor a su compañera,
¡oh grata melodía
que a mi afligido corazón contenta!
Las níveas nubes se visten de grana,
cual las amapolas en primavera,
purpúreo icor de dioses vertido
en ígneas llamas de célica hoguera.
En fragoso silencio se sumerge
todo lo que me rodea,
tan sólo se oye el sigiloso paso
del amargo caminar de mi pena,
que poco a poco se clava en mi alma
como aguda espina que hiende mis venas.
XXVI
Por un arduo y polvoriento camino
voy sembrando suspiros en el aire,
llevo el corazón roto y malherido
por no enamorarme.
Por un camino angosto y solitario
voy soñando aromas de la tarde,
son fragancias de rosas y claveles
que por el éter el amor esparce.
Por un argénteo camino de plata
voy tejiendo ilusiones a raudales
con finos hilos de líquida seda
que morirán en lo hondo de los mares.
XXVII
Mis sueños me trasladan en la noche
a regiones donde habita la nada,
a esos negros espacios infinitos
donde sólo puede vivir el alma.
Mi incorpóreo espíritu recorre
la azul noche estrellada
y se sumerge en el inmenso orbe
lleno de paz y bienaventuranza.
En esas horas de felicidad
recorro las estrellas más lejanas
y en sus destellos de oro
vivo inmerso en un halo de calma.
Cuando mis párpados besa la aurora
y su fulgor entra por mi ventana,
mis etéreos sueños se desvanecen
como tenue rocío en la mañana.
XXVIII
En el silencio de la noche me hablaba el río
con su rico lenguaje cargado de metáforas,
me iba describiendo una a una todas las penas
que desde su nacimiento hasta allí arrastraba.
En su más tierna infancia vio a su madre la fuente
derramar copiosas lágrimas
cuando él, que no era más que un candoroso niño,
revoltoso y cantarín de ella se alejaba.
Dejó llorando a su madre
para introducirse en las más agrestes montañas,
allí recibió sus quejas
antes de arrojarse en peligrosas cataratas.
En su fluir vertiginoso,
en pos de sí iba dejando huellas ensangrentadas
por las heridas que en su loca huida recibía
de lacerantes espadas.
Cuando llegó ya cansado a la edad madura
y por el llano remansado se deslizaba,
la cara de la luna se reflejó en su espejo
de rojo teñida y toda llena de lágrimas.
XXIX
A la orilla del río
mis extasiados ojos contemplaban
la profusa paleta de colores
con que se pinta el agua:
blancos, azules, amarillos, verdes,
rojos, añiles, tierras, escarlatas...,
abigarrada copia de matices
en fondo de oro y plata,
que a la paleta de un buen pintor
sin duda sobrepasa.
En sus riberas crecen bellas flores
que en su terso cristal miran sus caras,
en él admiran sus bellos colores
cual otro Narciso allí reflejadas.
Cándidos pajarillos cantores
se ocultan entre las espesas ramas,
con sus acordes divinos deleitan
los afectos más íntimos del agua.
Sobre los tersos cristales bruñidos
vuelan veloces con sus lenes alas
las sutiles libélulas,
alfileres azules y esmeraldas.
Sumidas en los líquidos cristales,
surcan como flechas coloreadas
las raudas arcoíris
las cristalinas corrientes rizadas.
XXX
De un dragón la sombra en añil espejo
reflejaba un ave rapaz que en vuelo
rasante el azur turquesa cruzaba
para ascender al infinito cielo.
En la tersa luna azul el fino oro
se miraba de los chopos esbeltos;
desmesuradas lanzas invertidas
asemejaban de gigantes muertos.
La sedosa aura, que leve besaba
la tersa superficie del piélago,
rompió sin rubor en sinuosos rizos
de la turquesa luna el sutil velo.
XXXI
De fuego caían lenguas en los sueños
de mi espíritu un caluroso día,
mientras con raudos pasos me acercaba
al fresco soto de la fuente fría.
Mis ardorosos sueños me llevaban
absorto por las sendas de la vida
y sin quererlo ante unos ojos verdes
me encontré de una gacela tímida.
Al oír mis pasos, de allí se alejó
presurosa por la verde campiña
y en el plateado cristal de la fuente
fija quedó su imagen esculpida.
En el dulce frescor de la fontana,
apagado el fuego que en mí ardía,
una pasión mucho mayor cautivó
los etéreos sueños del alma mía.
XXXII
En el álgido silencio estival
un monótono zumbido sonaba,
diluido en las ondas inmarcesibles
a mi plácido espíritu turbaba.
Invisibles abejas susurrantes
que por el inaudible éter danzan,
trasladando de una a otra esfera
el polen de las desveladas almas.
Átomos de aire insuflados de fuego
que crepitan en la dorada paja,
sus restallidos mis oídos hieren
en el sosiego de la tarde en calma.
Fragancias que la tenue aura lleva
en sus inasibles y lenes alas,
como infrangibles briznas de aromas
que por el célico éter se derraman.
Ilusiones que vuelan en el aire
como incólumes sueños de la infancia,
espíritus que sin rumbo pululan
por el amplio infinito de la nada.
XXXIII
En púrpura se derrite la tarde
y sus llamas devora ya el ocaso,
en silencio de sombras la alameda
queda herida y huérfana de cantos.
El sutil hilo de plata se apaga
y los luceros irradian sus rayos,
las negras lenguas de la noche besan
ya los picos más altos
y sus etéreas alas desplegadas
acarician el rostro de los campos.
En la noche azul brillan las estrellas
con vivos destellos rojos y blancos
y bajo el manto de la noche negra
unen sus labios dos enamorados.
XXXIV
En rosas albares fulge la aurora,
en azur aroma llora el romero,
lágrimas de cristal vierten las flores
y apaga su brillo el blanco lucero.
El plácido renacer de los campos
lenes hálitos exhala hacia el cielo,
traslúcida gasa de tul azul
que en volutas levita sobre el suelo.
En armoniosas cadencias sonoras
se derraman los cantos del jilguero,
nuevas avecillas suman sus trinos
al matinal y sublime concierto
y en los líquidos cristales plateados
un dulce despertar se lleva el viento.
XXXV
Envuelto en el silencio de la noche,
silencio azul de una noche estrellada,
oigo el rumor malva de las estrellas
que en el invisible éter se dilata.
Notas de armonía surcan el cielo,
ritmos silentes que calan el alma,
cadencias sonoras queman la noche,
dulces acordes arden en el alba.
Envuelto en el silencio de la noche
mi imaginación asciende sin alas,
mis sueños vuelan el orbe infinito
hasta alcanzar las esferas más altas.
La arpada noche pasa sigilosa
por los piélagos de la suave calma,
hasta que el fragor surge silencioso
en el fulgor de la tenue mañana.
XXXVI
El álgido calor del mediodía
líquidos cristales evaporaba,
en el verdor la chicharra serraba
el brumoso silencio que se oía.
En los gélidos rayos fuego ardía
que los fríos ardores inflamaba,
era la glacial llama que quemaba
las heladas brasas de Fuentefría.
En el lento declinar de la tarde
palidecieron los fríos ardores
de los gélidos cristales candentes.
En el ocaso de mi vida no arde
ya la llama de los fríos vigores
que abrasaron mis helores ardientes.
XXXVII
Escucha el silbido del ramaje lloroso
en la lejana oscuridad de la impía noche,
escucha el lamento de las remotas estrellas
y las risas del viento en el afligido monte,
escucha el negro fragor de las bravías aguas
entre las suaves canciones de los tristes robles,
escucha el negro canto de la vieja corneja
en el alma quejosa del rumoroso bosque,
escucha el tintineo de la cantarina lluvia
en las callejuelas olvidadas y sin nombre,
escucha el blanco silencio de la muda nieve
en las agrestes montañas del indócil norte,
escucha el dulce sabor de las acerbas lágrimas
que en su intenso dolor derrama el malherido orbe.
XXXVIII
Entre dorados rizos
vagaban los sueños de la adormecida tarde,
como incendiados átomos de polvo amarillo
que en el éter se expanden.
Tras el verde follaje de los chopos del río
el fulgente sol ocultaba sus lenguas de oro,
por los ojos del puente
fluía el agua clara como un divino tesoro.
El agua clara fluía
a través de los ojos del intrépido puente,
que con gran entereza
sufría los duros embates de la corriente.
La furiosa corriente fluía a través del río
y con sus aguas se iban los pensamientos míos.
Mi alma llena de penas se la llevaba el agua
entre suspiros de amores y amargas lágrimas.
Halléme en el puente con el corazón vacío
y entre sollozos le pregunté al osado río:
«¿sabes adónde se han llevado mis pensamientos?»
Pero el río no habló ni tampoco lo hizo el viento
y con mucho dolor
regresé sin alma y con el corazón abierto.
XXXIX
La paz inundaba el inmenso manto albino
que de níveos matices teñía las alturas,
la blanca sábana que besaba las llanuras
era de suave seda y de delicado lino.
Un fulgurante resplandor de brillo opalino
acariciaba el calor de las frías blancuras,
el silencio susurraba las arias más puras
de un etéreo canto no humano sino divino.
El silente valle dormía en sueños sutiles
inmaculadas horas de paz caídas del cielo,
ciegos sus ojos con el beso de un blanco velo.
El cerúleo éter vertía intensos añiles
que irisaban la blancura del extenso manto;
el silencio lo acunaba en su divino canto.
XL
Una inmensa blancura ascendía al azul cielo
por donde alegres brincaban mis pensamientos,
la blanca soledad mis frías huellas besaba
entre sordas caricias y voces silenciadas,
los dorados rayos libaban albinos átomos
en la tétrica soledad de los níveos campos,
mis sueños envolvían el nevado silencio
como volutas de humo que dispersara el viento,
gélidos puñales herían mis yertos párpados
en los que vertía los suspiros más amargos,
negras mariposas aleteaban en mi frente
que de blancas fantasías llenaban mi mente,
silenciosas voces llegaron a mis oídos
con ruidosos silencios y apagados chillidos,
deslumbradores destellos cegaron mis ojos
y ante la argentina oscuridad caí de hinojos.
XLI
Lenguas de fuego arden en el encendido ocaso
que de oro y grana tiñen el lejano horizonte,
mientras oscuras manos
van comprimiendo el manto de la azulada noche.
Cálidos silencios llenan el hueco del campo
que vacío han dejado los pájaros cantores,
avecillas gárrulas de variados colores
que alegran nuestras vidas con sus divinos cantos.
De la oscuridad se adueñan las aves nocturnas
que rompen con sus voces,
cantos lúgubres que hieren la densa penumbra
entre brumosos gemidos de la medianoche.
Gigantescas constelaciones llenan el cielo
de bellas figuras zoomórficas y geométricas,
entre todas sobresalen los blancos luceros
y el inmarcesible fulgor de la luna llena.
XLII
Caminaba el revoltoso riachuelo
entre agrestes y fieros roquedales,
como risueño y saltarín chicuelo
entre rústicos y zafios zagales.
En su espejo contempló la amapola
de carmín llena su cara hermosa,
el rubor se le subió como una ola
al verse tan bella como una rosa.
La encendida aurora brilló en el cielo
con los fulgores de vivos corales,
fue revelando de la noche el velo
y libando el rocío en los rosales.
El río se ocultó tras una aureola
de azules cristales, sutil y acuosa,
en pos de sí se llevó la batahola
de una lluvia etérea y silenciosa.
XLIII
Luminosos amaneceres
que bañáis en luz la alameda,
dejad que mi alma vuele al cielo
libre en pos de la última estrella,
que acaricie el intenso azul
de la más elevada esfera
para lavar en su cobalto
mis alegrías y mis penas.
Dejad que mi alma vuele al cielo,
entre la claridad más bella,
para besar en lo más alto
el azul puro de mi tierra.
Luminosos amaneceres
que bañáis de azul la alameda,
dejad que mis sueños se llenen
de vuestra luz brillante y eterna.
XLIV
En el triste despertar de la noche,
cuando en el cielo no arden ya las llamas,
cuando el silencio grita atormentado
y una negra sombra refulge en mi alma,
oigo los ayes más desesperados
trabados a las quejas más amargas.
Desgarradas voces que hieren el aire,
suspiros que rompen la dulce calma,
silencios que gritan con ansiedad,
lamentos que conmueven la esperanza.
Angustiados y tétricos susurros
que pululan por las tinieblas diáfanas,
clamores que advienen del otro mundo
en las brumas de la noche estrellada.
XLV
La ternura cubre los campos
con un fulgor de color alba
y un níveo brillo resplandece
en el dulzor de la mañana.
Un blanco silencio se expande
del viento en las etéreas alas,
con su melosidad sublima
las amargas penas de mi alma.
El mudo fragor de los árboles
en blandura mece sus ramas,
en sonoro sigilo fluyen
del río las inquietas aguas.
Luz argentina alumbra el valle
con destellos de blanca plata
y una sutil aura mis sueños
se lleva en la nívea alborada.
XLVI
El blanco silencio de la noche
un gélido escalofrío provocó en mi alma,
era como afilado cuchillo
que con su agudo corte hendiera mis entrañas.
El aquilón gemía en silencio
aterradores lamentos en la noche eterna,
eran alaridos envenenados
que en la pesada oscuridad herían mis venas.
Un álgido silencio del cielo
caía como ígnea lluvia en la noche estrellada,
era como afilada cuchilla
que en mi apesadumbrado pecho fuera clavada.
El negro silencio de la noche
liberar mi atribulado espíritu quisiera,
en el frío embozo de su capa
elevó mi inflamado sueño a la última esfera.
XLVII
Luminosos destellos fulgían en la noche,
irisados rayos de las lejanas estrellas,
arduos caminos me llevaban a las alturas
en donde se aliviaban mis incontables penas.
Blancos luceros guiaban mis extraviados pasos
en el hondo piélago de las densas tinieblas,
con sus refulgentes fulgores alcanzar pude
la cúspide más alta de la intrincada senda.
Sorbos de silencio y brindis de paz me ofrecieron
en las altas esferas;
fueron los instantes más dichosos de mi vida
que yo jamás sintiera.
Irisadas luces encendieron la alborada
y me volvieron a la realidad de la tierra;
con el resplandor mis sueños se desvanecieron
y mi aciaga alma se llenó de infinita pena.
XLVIII
Yo voy soñando caminos
de la tarde.
Antonio Machado.
Yo voy soñando caminos
en la tarde:
caminos de oro que llevan
mi alma por rubios trigales
y trasladan mis visiones
a paraísos celestiales.
Caminos de argéntea plata,
resplandecientes arriates,
que guían la pena mía
a los recónditos mares.
Caminos de fina seda
que tejen suaves estambres,
para arropar mis delirios
de inhóspitos temporales.
Caminos de ilusiones
urdidos con hilos de aire,
por donde puedan volar
mis lenes sueños irreales.
XLIX
De los álamos las jubilosas copas liban
de oro la postrera irradiación de la tarde,
flameadas nubes decoran el cerúleo cielo
inflamando el ocaso con su ígneo celaje.
La tétrica y alargada sombra de la noche
sus brazos extiende por el apacible valle,
de la fronda apagando la mirada coqueta
en los bruñidos cristales.
Con la lúgubre túnica de la noche oscura
ha irrumpido el silencio en el frondoso follaje
y solamente se oyen en la lejana espesura
tristes y apagados ayes.
El aura ha roto sus alas y sus dulces sueños
ya no mecen las dóciles ramas de los árboles,
a través del oscuro silencio de la noche
sólo oigo amargas quejas que se las lleva el aire.
L
Plateada luz que acaricias de la noche negra
las tinieblas, que con tus sedosos besos libas
los suspiros más amargos de mi alma en pena,
déjame que en mis dorados sueños yo reciba
tus níveos hilos con los que mis desvelos teja.
Deja que mis dedos besen esa gasa albina
que cubre de blanco silencio lo que me rodea,
que mi alma gozosa ascienda a la más alta cima
donde pueda volar sin que nadie la detenga.
Blanca luz que con tus lenes dedos me acaricias,
en tus tenues alas llévame a lejanas tierras
donde pueda olvidar de este mundo las desdichas
y morir en la blancura de tu mar serena.
Argentina luz que la negra noche iluminas,
despliega en el éter tu albino e inasible manto
para enjugar en él mi agrio e invisible llanto.
LI
Fuego destila el ígneo celaje en el ocaso,
en subidos arreboles su cara se enciende,
en sangre se anega el índigo rostro del cielo
mientras el rojo disco la montaña trasciende.
El rumoroso bosque ya apaga sus cantos
y con sus albinos brazos la noche lo envuelve,
el silencio azul que desciende de las alturas
se posa en mi triste corazón y lo adormece.
Mis ojos ya no perciben el hilo plateado
que surca el valle y su verde corazón hiere,
tan sólo vislumbran en el lejano horizonte
la línea púrpura de unos labios que se mueren.
Las negras tinieblas han vencido al claro día,
millones de astros pueblan la bóveda celeste,
en silencio y sombras queda la naturaleza
hasta que nuevamente emerja el sol naciente.
LII
Cálidos colores viste la tarde de púrpura
que en mil destellos se rompen en el verde valle,
en oro y grana se derrite el azul del cielo
y en gigante hoguera de rojos y áureos arde.
Poco a poco se apaga el canto de la oropéndola,
que con su trino alegra el idílico paraje;
su ejemplo siguen fieles el resto de avecillas
canoras que hasta el alba enmudecen sus cantes.
El silencio de la tarde camina despacio,
oculto entre las ramas del espeso follaje;
sus rumorosas pisadas se evaden del viento
y se diluyen entre los átomos del aire.
Sutiles dedos desliza una delicada aura
bajo las ajadas hojas caídas de los árboles,
sus susurros rasgan el cauteloso silencio
que reinó en el bucólico edén breves instantes.
LIII
La alegre alba los labios besa del horizonte
y de las montañas sus sonrisas ya acarician
las altas crestas, su rosácea mirada por el
valle se derrama, cual dulce licor de vida
y esperanza. De la noche el bruno silencio
a las altas moradas se arroja y las risas
la lene calma de las aves canoras rompen
en el suave despertar del alba matutina.
Melíferos aromas exhala la floresta
en el frío morir de la noche que declina,
tiernas perlas los pétalos lloran de las rosas
mientras al cénit el ardiente fuego camina.
Los risueños cristales en la afable mañana
en su eterno fluir se lamentan con sus sonrisas,
en su regazo llevan las penas más amargas
de mi insólito andar por una senda maldita.
LIV
El soplo de la brisa las tiernas ramas mece
en el blanco silencio que cubre la mañana,
los negros graznidos de la corneja el aire hieren
y en el níveo velo dejan una oscura mancha.
El vuelo levantan las cándidas mariposas
cuando Eolo los árboles agita con sus alas,
argéntea lluvia de álgidas estrellas se posa
en la blanquecina túnica de helada gasa.
Venas crujientes que quieren saltarse del cuello
semejan en los desnudos árboles las ramas,
nudosos dedos suplicantes alzan al cielo
y al suelo derraman perlas como amargas lágrimas.
De repente el ronco graznido de la corneja
hiere el lene silencio de la fría mañana,
un negro y alborotado vuelo rompe el éter
y tras él todo retorna a la blanca calma.
LV
Argentina líquida nieve
fluye desde la alta montaña
sembrando a su rápido paso
copos de vida y esperanza.
En su lecho lleva escondidos
anillos de límpida plata
que unen los retorcidos dedos
de las embravecidas aguas.
En su trepidante carrera
arremete con furia y rabia
contra todo lo que se topa
en el periplo de su marcha.
Albinos borbollones hierven
en los rápidos y cascadas,
efervescentes remolinos
de reluciente espuma blanca.
Los níveos cristales se llevan
profundos suspiros de mi alma
que emitió hace ya mucho tiempo,
allá en los años de mi infancia.
LVI
Un silencio atronador en el suelo pesaba
una fría tarde vestida de plata y plomo,
el hosco cielo poco a poco se derretía
en infinitas mariposas de albugíneo oro.
En sus blancas alas un suave aroma llevaba
albas fragancias de odoríferos heliotropos,
cuyas níveas esencias alegre dispersaba
por las altas montañas y los valles más hondos.
Blancas emociones sentía la negra tarde
cuando acariciaban gélidas plumas su rostro
y la cándida paz su níveo manto extendía
por praderas de bienaventuranza y de gozo.
De aquel fragoso silencio mis sueños huyeron
para hundirse en la paz de un mundo más hermoso.
LVII
En el dorado atardecer de un lejano otoño
oros y amarillos poblaban la alameda,
sus esplendentes destellos el espejo herían
antes de mirarse altivos en la imagen tersa.
Briznas de oro saltaban de las rizadas aguas
que jubilosas se llevaban las tristes penas
de unos chopos que se vistieron de vivo verde
y ahora lloran la pérdida de sus hojas muertas.
En el espejo dorado del ufano río
las desnudas ramas de los chopos se contemplan
y al aire vierten intensos y amargos suspiros
que el Aquilón se lleva entre sus manos gélidas.
Las cantarinas aguas en su constante fluir
de los álamos el amargo dolor se llevan
y en el lírico paraje de oros y amarillos
los chopos desnudos y entristecidos se quedan.
LVIII
En un delicado vergel hallábame absorto,
abstraída de este efímero mundo mi conciencia,
mi ardiente delirio volaba con alas de aire
intentando librar de mi corazón las penas.
Entre los lenes y dorados hilos de mi ensueño
oí las dulces notas de una melodía amena
que como miel iba endulzando el dolor de mi alma
y diluyendo mis suspiros en las estrellas.
Por los azules átomos del inasible éter
mis sueños viajaron a las remotas esferas
y en el seno de sus leves alas se llevaron
los sabores más lacerantes de mi tristeza.
En el idílico vergel desperté de súbito
flotando en las olas de unas notas angélicas,
era el etéreo trino del locuaz ruiseñor
que acariciaba el aire con sus notas de seda.
LIX
Una tortuosa senda en las agrestes montañas
a la fuente de heladas aguas me conducía,
en sus fríos cristales anhelaba apagar
las fogosas pasiones de mi atribulada vida.
Por fragosos vericuetos se encaramó mi alma
para vencer las tentaciones más libertinas,
pero al posar sus pies en las elevadas cúspides
a sus penas no halló consuelo en las altas cimas,
pues al besar mis ardientes labios el cristal
para sofocar en su hielo el fuego en que ardían,
una lene nube se disipó de mis ojos
y la anhelada fuente se esfumó de mi vista.
Un vano sueño la fuente fue de aguas heladas
que tomó forma real en mi ardiente fantasía,
su frío líquido no pudo apagar mi ardor
ni logró calmar la atribulada alma mía.
LX
El alba sonríe con sus labios color rosa
a la flébil noche que en azul ocaso muere,
el arrebol de su ígneo rostro emular quiere
el vivo carmesí de la rosa primorosa.
Carmines y oros son sus alas de mariposa,
de la noche el rocío sus lenes rizos hiere,
cariñosas sensaciones al nacer prefiere
cuando la sedosa aura besa su piel melosa.
En el éter se expanden los rayos de la aurora
que con su fulgor hienden los cristales del río.
En la dulce alborada se sublima el rocío
de las sutiles rosas con su luz cegadora;
sus fragancias aspira mi sosegada alma
en un arpado amanecer de sublime calma.
LXI
Una ardorosa tarde de verano
me hallé solo a la orilla del río,
bajo la fresca sombra de los álamos
se edulcoraba el rigor del estío.
Los áureos rayos de polvoriento oro
bañaban los remansos cristalinos
que semejaban espejos de paz
rebosantes de dorados sigilos.
El agua fluía llena de añoranzas
y recuerdos que yo había vivido
en algún lejano lugar del tiempo
y ahora ya eran parte del olvido.
La tarde se alejaba perezosa
con el caminar pausado y sumiso,
entretanto mi alma se adormecía
en un silencio áureo y cristalino.
LXII
El líquido silencio alegre se deslizaba
por los bruñidos cristales del risueño río,
sus arrulladores murmullos libres volaban
por océanos de paz en espacios infinitos.
Mis oídos laceraba con remotos recuerdos
de las límpidas aguas el gárrulo sigilo,
en plateados torbellinos de mí se alejaba
henchido de emociones de pretéritos siglos.
Clamores perdidos en la noche de los tiempos
llegaban silenciosos a mis callados oídos,
venían ahítos de sentimientos de añoranza
de cuantos en el tiempo antes que yo habían sido.
El jovial río el locuaz silencio se llevaba
entre níveas espumas y raudos torbellinos
y conmigo el silente sosiego se quedaba
de la melancolía enmarañado en los hilos.
LXIII
Ingrávidos sonidos acunaban el aire
al conmovedor fluir de la rápida corriente,
sus inasibles alas locas revoloteaban
en el flamígero despertar del sol naciente.
Mis conmocionados sentidos acariciaba
una melodiosa lluvia de trinos celestes
que por los espacios infinitos me elevaba
para besar los labios de la aurora naciente.
Mis sueños se deshicieron en tenues colores
en la armoniosa paz de aquel paraje silente,
en donde todo ardía en silencio y beatitud
en pos del rumor de la sonorosa corriente.
Dos amargas lágrimas se hundieron en el agua
para fundirse con ella en lazos permanentes
y dos profundos suspiros salieron de mi alma
para volar por los etéreos valles agrestes.
LXIV
A la rosa
Como abejas que liban el néctar de las flores,
tal tus miradas acarician mis sentimientos,
mi corazón rompen las coloradas sonrisas
de esos tus ruborosos labios de terciopelo.
Tus suaves aromas embriagan la sed de mi alma
y endulzan la lívida amargura de mi pecho,
sonrosadas fragancias que subliman el aire
entre los abigarrados colores del viento.
En tus tenues tornasoles rielan mis suspiros
como fugaces estrellas del vasto universo,
o como desvaídas pavesas arrancadas
con los ardorosos dedos de un álgido fuego.
En una tibia noche estrellada de verano
besé la dulce brisa del color de tus pétalos
y en los efluvios de tus esencias carmesíes
se derritieron mis aterciopelados sueños.
LXV
Sus amargas penas el liróforo cantaba
a la aromática aura del florido arrayán,
volaban inmersas en delicadas fragancias
de odoríferas rosas y de flor de azahar.
Sus lastimeros suspiros el aire besaban
como las hojas acaricia el viento al pasar,
en pos de sí una luminosa estela dejaban
que resplandecía como una estrella fugaz;
su larga cola era de rubíes y esmeraldas,
era de aromas de azucena e hilos de azar,
era de dulces sueños tejidos en el céfiro,
era el amor que ardía en las olas del mar;
su larga cabellera era el alma del poeta
que en la noche eterna no dejaba de vagar.
LXVI
Sutil susurro de abejas que liban
el aroma de los cálidos vientos,
que llevan en sus ingrávidas alas
el color de mis sueños;
dorado rumor de etéreas libélulas,
con sus alas beben el suave céfiro,
en el terciopelo de su danza van
mis tristes pensamientos;
lene frisar de áureas mariposas
que besan la frescura del silencio,
en sus iridiscentes alas llevan
el dolor de mi pecho;
abejas, libélulas, mariposas,
si queréis que no sienta lo que siento,
liberaos de vuestras lábiles alas
y huid fuera del tiempo.
LXVII
Suaves susurros que acariciáis mi dulce pena
en el lánguido sopor de la ardorosa tarde,
llevadme con vosotros a las altas esferas
en las quejas del aire.
Invisibles murmullos que arengáis a los sauces
entre los tiernos abrazos de la sedosa aura,
con los sonidos de vuestros melodiosos cantes
enmelad mi añoranza.
Cándidos rumores que el leve céfiro besáis
en el apacible despertar de la alborada,
¿por qué entre vuestras frágiles alas no me lleváis
a la eterna morada?
LXVIII
El verde terciopelo viste suaves colores
entre el velo azul de la rosácea alborada,
son tenues pinceladas de cálidos aromas
que tiñen de tierna luz los campos esmeralda.
En el vaporoso vaho los vencejos escriben
sus nombres con los jeroglíficos de sus alas
y las doradas abejas susurran canciones
mientras liban néctar entre flores de oro y ámbar.
Una delicada aura se mece sobre el río
y en efímeros bucles riza el cristal plata,
las dulces notas que ha portado el cálido céfiro
sin prisas se las lleva la corriente del agua
y en pos de sí van flotando mis amargas penas
que se esfuman en las azules sendas del alba.
LXIX
A un narciso
Resplandeciente estrella de oro y ámbar,
tu luz irradia la verde pradera,
áurea lágrima de la primavera
que rocía el terciopelo esmeralda.
Emerges primorosa y solitaria
como una garrida dama señera,
eres la más hermosa mensajera
de los amenos prados de Osimara.
Son tus pétalos fulgente luz gualda
que rutila como esplendente hoguera,
de la gota de sol llama certera
y resplandeciente estrella dorada.
Radiantes perlas besan en el alba
tu frágil y sedosa cabellera
y te yergues grácil y lisonjera
en el suave esplendor de la mañana.
LXX
A una rosa
Tu redondo perfume mis sentidos dilata
en el cárdeno despertar de la bella aurora,
tus abrasadores labios son fuego que mata
los efluvios que al céfiro envuelve y colora.
Fuego en llamas como ígnea nieve caída del cielo
son tus pétalos grana de elegante señora,
tu inefable hermosura el ojo ciega cual velo
de sutiles aromas y cálidos colores
que en etéreas nubes se esfuma como arduo anhelo.
Fragantes miradas son tus cálidos amores,
dulces besos liban tus rubíes ardorosos,
tus irisados pómulos envidian las flores.
Tus pétalos irradian los iris más hermosos
en el tierno latir de la cálida mañana,
por su terciopelo fluyen destellos acuosos
que refulgen en el aire polvo de oro y grana.
LXXI
En el refulgente horizonte un fuego de oro arde,
la áurea guedeja de los chopos sus lenguas lamen,
sus inasibles dedos una glauca red tejen
entre las verdes sombras del plateado ramaje.
Por los dorados hilos del intangible tul
fluyen blancas melodías de canoras aves,
sus notas se esparcen como delicados versos
que endulzan los aromas de la cálida tarde.
En las nítidas aguas se reflejan mis sueños
como diminutas sombras de seres irreales,
su imagen se evapora en la rizada corriente
que heroica irá a morir al fondo de los mares.
Las ondas etéreas se llevan mis pensamientos
por los fragosos caminos que cruzan el aire,
se difuminan en las elevadas alturas
en busca del centelleante oro del fuego que arde.
LXXII
A Antonio Machado
Una blanca mañana de mayo habló conmigo
cuando el bello rostro de una rosa contemplaba:
—¿Recuerdas —me dijo— aquellos lejanos años
de ensueño y felicidad de tu primera infancia,
cuando el cielo azul hervía en todo su esplendor
y el paradisíaco valle en silencio se hallaba,
cuando de glaucos aromas y cárdenos colores
se cubría por entero toda la montaña,
cuando una sinfonía polícroma de flores
sonorizaba de acordes el campo esmeralda,
cuando un sinnúmero de pajarillos cantores
con sus dulces melodías tu alma deleitaba,
cuando las porfiadas y diligentes abejas
el dorado néctar a la colmena llevaban,
cuando los tornasolados y evasivos peces
veloces volaban entre las aguas plateadas,
cuando el aura matutina con sus verdes labios
las risueñas hojas de los álamos besaba,
cuando los albinos cúmulos del cielo añil
tus felices sueños entre algodones acunaban?
Yo no recuerdo, dulce mañana, los lejanos
años que separan el ahora de mis dolores
de mi tierna infancia, ni las cárdenas montañas
ni el cielo azul ni la policromía de flores
ni las laboriosas abejas ni los huidizos
peces ni el aura ni los pajarillos cantores.
De mi infancia sólo quedan vaporosos sueños
que me desvelan en las interminables noches,
por donde se evade mi exaltada fantasía
para olvidarme de mis penas y sinsabores.
LXXIII
Sumergido en el terciopelo esmeralda escucho
la alegre sonrisa de la corriente del agua,
mis oídos besa el dulce canto de la alondra
entre los suaves suspiros de la lívida aura,
vaporosos efluvios de aromáticas flores
acarician mi sed en los recodos de mi alma,
danzas de colores ejecutan las libélulas
suspendidas sobre la superficie plateada
y en las inasibles alas del sedoso céfiro
huyen inmarcesibles los sueños de mi infancia.
Hilos de oro entre el sol y la tierra entretejen
una dorada malla;
por su luminoso tul vuelan mis ilusiones
como blancas mariposas a la luz del alba,
por él vuelan mis sueños
y por él vuelan mis alegrías y esperanzas,
en él quisiera olvidar para siempre mis penas
más flébiles y amargas;
por él quisiera volar el inmenso universo
para ocultarme en la constelación más lejana
y dejar este mundo de dolor, de tristeza...,
de cruces y de lágrimas.
LXXIV
Como sonoro silencio que en el río fluía
en los dorados atardeceres de mi infancia,
así vuelan los dulces sueños del alma mía
en busca de la más sedosa y sutil fragancia.
Como lastimeros gemidos que hienden el viento
en los negros abismos de una noche estrellada,
así hiere mi corazón el dolido lamento
de la tierna flor que en su cuna ha sido arrancada.
Como blandos susurros de la plácida fuente
mis sentimientos besan del aura los aromas,
irisados sonidos de la aurora naciente
que surcan el aire en alas de blancas palomas.
Como fragantes suspiros que exhalan las flores,
así emanan a la brisa las penas de mi alma,
coloradas melodías de los ruiseñores
que endulzan de la mañana la apacible calma.
LXXV
En oro se derrite un atardecer de junio
bajo la verde sombra de los plateados sauces,
en el vaporoso beso de la suave brisa
me acarician dulces notas de canoras aves.
Albinos aromas de cándidas margaritas
surgen como suspiros en las alas del aire,
mi ensueño se evapora en las ondas etéreas
como humo del tierno amor que en mi corazón late.
Vivos destellos de sonrojadas amapolas
hieren mis pupilas en el seno de la tarde,
mis recuerdos se tiñen de vibrante carmín
y las blancas nubes en púrpuras llamas arden.
En oro se derrite un atardecer de junio
bajo refulgentes halagos de tulipanes,
en placenteras sensaciones de paz y dicha
reposa mi alma en la frescura del verde sauce.
LXXVI
Una rosa
Como gota de agua herida por rayo de luz
así hienden mis pupilas tus purpúreos corales,
copa redondeada de irisadas esencias
que obnubila el alma de los míseros mortales.
Tornasoladas fluorescencias tu faz emana
en las refulgentes mañanas del mes de abril,
coloreadas sonrisas que mis penas endulzan
bajo el resplandeciente manto del cielo añil.
Tus dulces miradas mi corazón enardecen
como chispas que encienden el fuego de la aurora,
arrebolados efluvios tus labios destilan
que el aire encienden con su aterciopelado aroma.
Tu rosa sonrisa besa el rocío del alba
en las refulgentes mañanas del mes de abril,
tu aroma rubí enciende la pasión del alma
entre las flores más esbeltas de mi jardín.
LXXVII
Inmerso en el silencio de la noche estrellada
el álgido manto dormía su blanco sueño,
con sus lenes y frías manos acariciaba
los lastimeros suspiros que herían el cielo.
En la noche estrellada
voces desgarradas atravesaban el suelo,
eran alargados gritos de dolor y rabia
que se hincaban en los fríos ijares del viento,
eran amargos suspiros que hendían el alma
de los espíritus más atrevidos e intrépidos,
eran voces heladas
que cercenaban la garganta del postrer sueño,
eran metálicos golpes de frías espadas
que penetraban en la médula de los huesos,
eran penantes ánimas
que gemían en los cortantes brazos del viento.
LXXVIII
Narciso
Como en los diáfanos cristales se contemplara
una refulgente mañana de primavera
y en el fondo del espejo su hermosa faz viera,
quedó para siempre enamorado de su cara.
No hubiera en el cielo esplendente sol que brillara
con el resplandor que su áurico rostro luciera,
su gran belleza lo deslumbró de tal manera,
que se enamoró por siempre de su imagen clara.
Convertido por su egolatría en áurea flor,
es entre todas las flores el gran esplendor
de los aterciopelados campos esmeralda.
En pétalos de oro y ámbar su cabello gualda
transforma aquel que de sí mismo se enamoró
y a una hermosa ninfa amartelada detestó.
LXXIX
Abril florecía entre variopintos colores
que teñían los verdes alcores de oro y malva,
delicados aromas exhalaban las flores
en el suave despertar de la alegre alborada.
Entre las cárdenas fragancias y áureos olores
que portaba en sus frágiles alas la dulce aura,
un cálido aroma de los lejanos alcores
evocó en mi memoria los años de mi infancia:
redondas esencias entre amarillos licores
embriagaron los marchitos recuerdos de mi alma,
su cárdena ambrosía encendía los sabores
de la dulce miel y las frutas más delicadas,
melodiosas canciones de pájaros cantores
se enmarañaban entre las doradas retamas
y miles de sutiles y plateados rumores
se iban risueños en el ameno fluir del agua.
Abril florecía entre variopintos colores
y mis sueños volaban en sus radiantes alas.
LXXX
Desnudos están los árboles
a la orilla del río,
entre sus ramas de plata
se esconde un pájaro herido,
desgrana notas al aire
que hieren mis sensibles oídos,
sus desesperados ayes
laceran como cuchillos
los sentimientos de mi alma
y el dolor de mis sentidos.
Por la rizada corriente
huyen los tristes jipíos
de la avecilla lisiada
que llora su infeliz sino
y en las llamas del ocaso
arden desgarrados gritos,
que abren una pena en mi alma
y una herida en mis oídos.
LXXXI
De la celeste bóveda en los arcos etéreos
se va muriendo despacio la noche estrellada,
a lo lejos, en el horizonte del saliente,
nace poco a poco una débil llama rosada.
Por el aire se oyen ya trinos cautivadores
que endulzan el tímido asomar de la alborada,
en el leve frescor de la brisa matutina
se licúa el aroma de las rosas perfumadas
y sus efluvios diluyen mis amargas penas
que en el éter se sumergen del viento en las alas.
En el riachuelo brilla la plateada corriente
que se aleja cantando su risueña tonada,
con ella se van mis atribulados ensueños
hacia un inmenso océano de verde esperanza.
LXXXII
Como diáfano cristal que el fondo reverbera
en áureos brillos de refulgente purpurina,
así tu dorada imagen hiere mi retina
con el vivo fulgor de una llama verdadera.
Por tu lecho dorado fluye el agua señera
que rápida se aleja de la montaña albina;
en líquidos cristales mudan la nieve alpina
los apagados ardores de la primavera.
En tus claros y limpios cristales remansados
se miran las cándidas flores del heliotropo;
su fragancia se disuelve como níveo copo
en el fuego de corazones enamorados.
El bruñido azogue de tu corriente plateada
mis sueños arrastra de este mundo a la nada.
LXXXIII
Entre lisonjeras montañas grises
tu plateada serpiente se desplaza
llevando en tu oro líquido
los aromas más melifluos de Omaña.
Del fulgente plateado
al zafiro tus cristales se cambian
cuando los áureos rayos
en tu seno se apagan.
Tu lecho de nívea espuma se llena
en los rápidos de la alta montaña,
luego en dorado tul
se transforma en las remansadas aguas.
Exuberantes árboles
miran sus verdes ramas
en el brillante espejo
de tus plateadas aguas
y cuando el suave céfiro las besa
en el frescor de la alegre mañana,
verdes rizos agitan
tu clara luna de azogue esmeralda.
LXXXIV
Dorados arpones cruzan tu azogado vidrio
en el frescor ardiente de la suave mañana
y en la clara brisa del rosáceo amanecer
dos grisáceas alondras vuelan sobre tus aguas.
Blancos algodones de aterciopelada seda
reflejan sus bucles en tu cristalina plata,
sus albas guedejas se engarzan como jirones
en los oscuros eclipses de las verdes ramas.
Entre tus cristales descienden los sentimientos
de los austeros hombres de las altas montañas
y ahora, a sus amargas penas, también se unen
mis suspiros y lágrimas.
Todos juntos en pos de un consuelo se alejan
por el azulado hilo de cristalina plata,
las dulces auras buscan
en los amargos abrazos de la mar salada.
LXXXV
El sol se ha escondido en la
violácea montaña
y tus diáfanos vidrios han mudado su luz
en topacio esmeralda.
En las elevadas cumbres aún arde el fuego
de ruborosas llamas
que en el resplandeciente fulgor del mediodía
bruñía tu azogado espejo en añil plata.
Tu melancólico lecho cruzan raudas sombras
que persiguen el aura, en la noche estrellada,
de los etéreos duendes
que perturban tu calma.
En los tersos cristales, fríos y relucientes,
de tus límpidas aguas,
caen como gotas de rocío en la noche azul
los suspiros de mi alma.
LXXXVI
Al puente
Ojos azules, de claro mirar,
que estáis del espejo enamorados,
que el aire ilumina vuestras pupilas
con besos aromáticos,
que vuestras miradas al cielo ríen
en los días más claros,
que las hojas de los chopos verdecen
sólo por contemplaros,
que estáis ya exhaustos de ver pasar
el incesante fluir de los topacios,
de las verdes esmeraldas y el vuelo
de los amores garzos,
¿por qué en vuestras cerúleas ilusiones
no me dejáis miraros?
Ojos azules, de claro mirar,
de vosotros mismos enamorados,
que el aire acaricia vuestras pupilas...
¡ay, dejadme miraros!
LXXXVII
La risa de las flores
en una mañana de primavera
con su zumbido azul
se posa en tus rojos labios de seda
y como mariposa
de ligeras alas de luz y cera,
vuela a tu alrededor
y en tus ojos un dulce beso deja.
Las flores ríen su efímero encanto
en los abrazos de la primavera,
irisan con sus aromas el aire
y en sus labios beben las abejas.
¡Sutiles y tornasolados dones
de la tierna madre naturaleza,
alegrad los flébiles corazones
con vuestra luz etérea!
LXXXVIII
El silencio sonríe a la noche estrellada
con verdes miradas de radiante primavera,
mis azules sueños me llevan a la alta esfera
por donde vuela mi esperanza aterciopelada.
El silente rugido del viento en la enramada
de la mansa noche el pausado ritmo acelera
y todo, hasta la sigilosa hierba, se altera
en el palpitar de la verde noche callada.
Cuando me besa con sus dedos la madrugada,
un rosáceo rumor acaricia mis mejillas
entre las doradas guedejas del sol naciente.
En el dulce despertar de la blanca alborada,
un divino coro de canoras avecillas
embruja mis sentidos en un clamor silente.
LXXXIX
Cándidas margaritas cantan en la alborada
blancas melodías a una mañana de abril,
argentinas perlas se deslizan por sus pétalos
en la dorada calidez de un cielo añil.
Los níveos copos bordados en el terciopelo
esmeralda al azul albor quieren sonreír,
mientras el aura se lleva los cálidos sones
de una rendida calandria que gime feliz.
El polvo de oro las celosas abejas liban
entre gráciles vuelos y con gran frenesí;
unas a otras en su afán se besan y acarician,
luego se desvanecen en una luz sutil.
Los verdes campos se engalanan de oro y grana
en un esplendoroso arcoíris carmesí,
cándidas margaritas cantan en la alborada
blancas melodías a una mañana de abril.
XC
La refulgente tarde de abril
el sol derretía en oro y grana,
tras el volátil velo de un balcón
se encendía de amor una mirada.
Una lluvia de oro bañaba el éter
que el fuego de sus pupilas quemaba
y hasta el resplandeciente azul del cielo
sus zafiros convertían en malva.
Los gráciles rosales del jardín
desolados y afligidos lloraban,
pues su fulgor no podía emular
la luz que ardía en la dulce mirada.
XCI
Donde el cerúleo éter besa la áspera montaña
nace el esplendor de tus irisados cristales,
que se alejan risueños de la agreste braña,
amparo de los feroces fríos invernales.
Los prados sonríen ante tu espejo de plata
como ríen los glaucos sueños en los rosales,
tu refulgencia a la blanca azucena epata
en los claros días de la tibia primavera.
En tu jovial fluir cantas una dulce sonata
con melodías que alegran la verde pradera;
a tu vera trinan los gárrulos ruiseñores
cautivados por la frescura de tu ribera.
Fuiste tierno infante en los primeros albores
y te recreaste de la nieve con la blancura,
y ahora te difuminas suavemente entre flores
de rumorosos colores y suave hermosura.
En silencio peregrinas las noches albinas
y en la luz de la aurora reflejas con frescura
los destellos del sol en tus aguas cristalinas.
XCII
Un sueño de oro se derramaba en el oriente,
el alba era de célica luz un resplandor,
el azul tendía sus blancas alas al aura
y todo era paz, quietud, silencio y luz de amor.
Los labios del céfiro besaban las plateadas
hojas de los álamos y a ellas llegaba el dulzor
de la suave fragancia de rosas que lloraban
en la frágil mañana su delirio y esplendor.
Unos apasionados gorjeos el aire herían
en lo azul de una rama de un pájaro cantor,
eran los angustiados suspiros de mi pena
que el viento se llevaba en el apacible albor.
En el plateado espejo del agua cristalina
se reflejaba la agria imagen de mi dolor,
mientras un sueño de oro volaba en el oriente
y todo era silencio y luz a mi alrededor.
XCIII
En fuego de oro y luz de grana muere la tarde
con lágrimas azules y suspiros de plata
de tanto llorar; sus pómulos de amapola
en pétalos de rosa mudan su linda cara
y me quieren embelesar; la tarde de oro
locamente se enamora de las nubes blancas
y de rojo carmesí tiñe su rubor,
que de sangre el cielo llena en la puesta dorada
con vivo resplandor.
En pétalos de rosa muda su linda cara
la tarde de grana y oro,
que vierte azules lágrimas
en la orla carmesí del arrebol de las nubes
y al ruboroso éter suspiros de plata exhala.
XCIV
Abril reía entre albas margaritas
con garzos ojos y voz colorada,
sus áureos cabellos besaba el céfiro
en los remansos de la alborada.
Abril reía con ojos azules
entre un suave rumor de lluvia blanca,
mientras etéreos mechones de seda
brincaban por la ondulante montaña.
Abril reía con las tiernas flores
y a las rosas de un rosal lloraba,
el aire se llevaba los aromas
en el lene tul de sus alas blancas.
Abril reía entre las ebrias nubes
y de sus ojos caían dulces lágrimas
que con sus lenguas de álgido fuego
derretían las penas de mi alma.
XCV
Las rosas de mi jardín lucen traje de gala
entre redondos colores y blancos aromas;
sus irisados destellos hieren el azul
como urentes flechas de una mirada amorosa.
De néctar llenos sus pétalos de terciopelo
liban con deleite las doradas mariposas
y en el fresco clarear de la suave primavera
translúcidas perlas orlan su sutil corola.
Por el éter fluyen sus refulgentes colores
entre blancos claveles y rojas amapolas,
como la nívea espuma que el mar atraviesa
a caballo en la cresta de una colosal ola.
Sus colores se apagan en la noche callada
cuando todo duerme entre las nítidas sombras,
pero en el alegre despertar del nuevo día
relucen con fulgor en los brazos de la aurora.
XCVI
El puente se mira eternamente en el espejo
de unos transparentes cristales que nunca paran,
que siempre son los mismos y siempre son distintos,
que siempre reflejan su misma y distinta cara.
Sus hechizados ojos con parsimonia miran
el persistente fluir de las cristalinas aguas,
que en su corriente se llevan los sutiles sueños
a lejanos territorios de verde esperanza;
impertérritos contemplan el curso del tiempo
que bajo su perdurable imagen fluye y pasa,
sin que una milagrosa mano lo detenga
en su loca carrera, febril y atormentada.
Bajo él pasa el viento, pasa el dolor... y las penas,
pasa el tiempo, pasa la vida y fluyen las aguas,
bajo él pasa toda nuestra efímera existencia
y permanece su eterna imagen reflejada.
XCVII
Blancos recuerdos me trae el amoratado viento
en los blandos repliegues de sus azules alas,
dulces remembranzas de aquellos años felices
de mi lejana infancia.
Aromas irisados de las horas alegres
que impregnan los yertos poros de mi fútil alma,
suaves fragancias que rocían el aura etérea
en la noche estrellada.
Los azules cerúleos de los cielos añiles
hieren con su fuego mis retinas ya cansadas
y traen a mi frágil y olvidadiza memoria
horas de dulce calma.
Los destellos plateados de los claros cristales,
que laceran con su fulgor las nítidas aguas,
trasladan mis recuerdos a las horas felices
de mi lejana infancia.
XCVIII
Lejanos recuerdos de mi memoria
me traen oscuros sueños de mi infancia,
negras mariposas que revolotean
en el piélago más hondo de mi alma.
Húmedos y tibios días de abril
que insuflaban del cielo la esperanza
y los cálidos aromas de mayo
que saltaban por las sendas rosadas.
Inflamados calores estivales
que derretían las rocas más ásperas
y que maduraban el pan dorado,
sustento de tantas vidas humanas.
Encapotados días otoñales,
envueltos en tenue velo de plata,
entre sus mares nadaban mis penas
y mis suspiros bebían sus lágrimas.
En los álgidos días invernales
mis ojos miraban la blanca calma,
mientras mi tristeza se sumergía
en el piélago más hondo de mi alma.
XCIX
En azul rayo de plateada luna
quiero volar a mi lejano ayer
para acariciar los vetustos árboles
que me vieron nacer.
Por la argentina noche de mis sueños
quiero a mi perdido ayer regresar
para besar entre mis rudas manos
aire de libertad.
Por las suspendidas nubes del cielo
quiero volver mi triste vida atrás
para sumergirme en las claras aguas
de fuego y de cristal.
Por la huida del inasible mañana
quiero a mi viejo pasado volver
para recuperar vagos recuerdos
que allí olvidé ayer.
C
Noche de luna llena,
clara noche argentina e inmaculada,
hoy te quiero cantar una canción
de los lejanos ecos de mi infancia.
Noche, clara noche de luna llena,
escucha los suspiros de mi alma,
que a la mar enojada los arroja
plena de furia y rabia.
Noche que mi aciago espíritu serenas,
mar que agitas las plateadas aguas,
hoy vengo a confesaros
mis penas más amargas:
hace ya mucho tiempo que dejé
los prados esmeralda
por donde transcurrieron jubilosos
los dorados años de mi infancia
y los rubios y cárdenos alcores
de arracimadas urces y retamas,
que en los templados días de mayo
ornaban las montañas
y llenaban de melosos aromas
las alegres y apacibles mañanas;
el diáfano espejo del cantor río
que las veloces arcoíris rasgaban
en aladas carreras
bajo el cristal azul de lisa plata;
los revoloteos de las libélulas
entre verdes juncos y grises ramas,
con los vivos colores
de sus sutiles alas,
esbeltas danzarinas
en líquido escenario semejaban;
las estivales siestas
de oro derretido e ígnea flama
que convidaban a los rapazuelos
a zambullirse en las frescas aguas...
En un lejano otoño
todo se truncó un día aciago y malva,
que conmutó mi sino
sacándome de mi pequeña patria
para llevarme a lejanos confines
de aflicción y nostalgia,
donde ya no habitó jamás la alegría
en el seno de mi alma.
Desde entonces vivo en el recuerdo
las vivencias de mi niñez lejana,
que en el curso de mi agitada vida
nadie ha podido jamás borrarlas
y ahora, en el pórtico de mi vejez,
una y otra vez a mi corazón llaman.
Pero ya no es el tiempo
de tornar atrás a recuperarlas,
que se quedaron en la dormida aldea,
allá donde canta el ruiseñor
y le contesta la alondra parda,
donde se marchitan y ahogan las penas
y nace la esperanza,
en aquel remoto lugar perdido
en la brumosa niebla de mi infancia.
© Julio Noel
No hay comentarios:
Publicar un comentario